Sunday, October 15, 2006

CITY

Quien es por lo común viandante de nuestras calles de cada día, habrá notado que mientras las transitamos, mientras pisamos con apurado o lerdo paso sus cerrados dominios, éstas mudan, se transforman, muestran un distinto color que las hace extrañas, según el trajinar del recorrido. Las mutaciones que así obran son varias, acaso imperceptibles, que van desde la curvatura singular de una esquina, hasta la sombra que dejan los cables eléctricos o el resquebrajamiento reciente, en forma de río o de vena, del asfalto. La inocencia en estos casos no tiene cabida. Una vez cruzadas, en cuanto se las circula —a pie o con auto, de ida o de venida—, las calles ya no vuelven a ser las mismas.
Una calle matutina resulta límpida (aunque veamos basurales al interior), pues abre sus veredas de rocío al presuroso calzado de los madrugadores, de las sirvientas con la bolsa del pan, de los empleados públicos. No así la calle vespertina, que permite traslucir la vivacidad del caos, los primeros resoplidos de los transeúntes, la feria discontinua del comercio ambulatorio en su éxtasis mayor. Es aquí donde el panorama aparece turbulento, bullicioso; y aquí donde la vida simula un movimiento imparable, una carrera sin fin hacia un destino acaso irreal, indefinido. Todo se acumula bajo el sol en su mayúscula luminosidad, con la creencia de percibir hasta el aleteo de las moscas, de hallar en la luz natural, en el cielo claro, el verdadero significado de las cosas.
Pero nada es comparable a la calle nocturna, ningún pregón, silbato policial o bocinazo suena igual en el reino de las tinieblas. Aquí, como si de pronto se hubiese implantado un nuevo orden, otra lucidez mucho más vasta aflora con toda crudeza y subjetividad. Cuando el ciudadano con horario fijo ya ha acudido al hogar, esta novedosa dimensión se instala en cada esquina, en cada poste de luz, y, cual hálito hechicero, incita al noctámbulo a cometer los actos menos sospechados. Sean peatones o parroquianos, nadie se salva de aquel influjo, y al correr de las horas, mientras se van cerrando las bodegas, se echan candado a las rejas, bajan con crujiente sonido las puertas metálicas, paulatinamente, de los rincones más abyectos surgen los seres indescifrables que habrán de apoderarse de las calles hasta que amanezca. Y he allí la magia de las sombras que trastoca el mundo, pues sólo durante la noche todas las mujeres son hermosas, y el vino suelta su mejor perfume, y la risa brota con facilidad, y los indigentes hacen de la acera su hogar, y las putas satisfacen con mayor ahínco a sus clientes, y los pirañas danzan al compás del hurto y la rapiña, en ese oscuro universo de los que nunca duermen, de los buscadores de paz en las calles silentes y abandonadas, en estas calles mortecinas que a veces cobran vida por la luminiscencia acariciadora de la luna.

Carlos Rengifo, Textos sueltos.

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