Sunday, October 15, 2006

HISTORIA DE UNA CONVERSIÓN


Busco en mi biblioteca Madame Bovary, en la edición de bolsillo de 1972. Hay dos prefacios, el de un escritor, Henry de Montherlant, y el de un crítico literario, Maurice Bardèche. Los dos creyeron de buen gusto distanciarse del libro, del que sólo otean la antecámara. Montherlant: “Ni esprit [...] ni novedad de pensamiento [...] ni vivacidad en la escritura, ni agudezas imprevistas, ni raza, ni singularidades: Flaubert carece de genio hasta un punto que parece poco creíble”. Sin duda alguna, sigue diciendo, puede aprenderse algo de él, pero a condición de que no se le conceda más valor del que tiene y de que se sepa que no está hecho “de la misma pasta que un Racine, un Saint-Simon, un Chateaubriand, un Michelet”.
Bardèche confirma ese veredicto y cuenta la génesis del Flaubert novelista: en septiembre de 1848, con veintisiete años, lee a un pequeño círculo de amigos el manuscrito de La tentación de san Antonio, su “gran prosa romántica”, en la que (sigo citando a Bardèche) “depositó todo su corazón, todas sus ambiciones”, todo su “gran pensamiento”. La condena es unánime, y sus amigos le aconsejan deshacerse de sus “vuelos románticos”, de sus “grandes movimientos líricos”. Flaubert obedece y, tres años después, en septiembre de 1851, emprende Madame Bovary. Lo hace “sin placer”, dice Bardèche, como “un castigo” contra el que “no deja de echar pestes y quejarse” en sus cartas: “Bovary me amodorra, Bovary me aburre, la vulgaridad del tema me da náuseas”, etcétera. Me parece inverosímil que Flaubert haya asfixiado “todo su corazón, todas sus ambiciones” sólo para seguir, de mala gana, la voluntad de sus amigos. No, lo que cuenta Bardèche no es la historia de una autodestrucción. Es la historia de una conversión. Flaubert tiene treinta años, el momento indicado para romper su crisálida lírica. Que luego se queje de que sus personajes son mediocres es el tributo que debe pagar por la pasión en que para él se ha convertido el arte de la novela y su campo de exploración, que es la prosa de la vida.

Milan Kundera, El telón.

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