Monday, January 22, 2007

EL AUTISTA

Nadie está a salvo del silencio. Por muchas palabras que pretendamos decir, al final éstas no expresan nada. Hablar es constituirse, establecer una presencia. La voz es la campanilla itinerante de un mudo. Creemos ser elocuentes mientras conversamos, cuando lo único que hacemos es acompañar el soplo del viento. ¡Qué mudez más absurda la de una telefonista! Mueve los labios sin gracia dentro de su cabina cerrada. Solo el ruido ilustra los grandes acontecimientos. Si alguien en verdad tiene algo que decir, que suelte la primera frase. Aprendemos a balbucir las sílabas una por una, a pronunciar el vocablo inicial —mamá— para luego ir hilvanando términos y oraciones, inauguración de las cuerdas vocales. Pero todo tiene su corolario. Existe el peligro que, de tanto charlar, se ingrese si más en el mutismo. Por consiguiente, no habría otra salida que convertirse en el muñeco maniatado por el ventrílocuo. Un gorrión es el simple eco de las ramas de un árbol.
El espacio donde habito carece de luz. Mis ojos ya se acostumbraron a las tinieblas. Las horas aquí ni siquiera son horas; apenas secuencias de un canturreo inútil. ¿Desde cuándo respiro esto? Los de afuera ríen, conversan, van de un lado a otro. Yo no quiero moverme, no deseo hablar. El tacto se ha vuelto mi mejor aliado. A cada momento voy descubriendo este universo oscuro. ¿Saldré alguna vez? Hay señales de vida en los rincones, aromas que se prestan a la corrupción. De cuando en cuando un golpecito en la frente. Después de todo, los de afuera aún no se han olvidado de mí. Pronto lo harán. El recuerdo de una oruga resulta un lujo para los que corren detrás de las mariposas. Pero correr así es imbécil, un juego de idiotas. Los trastos que se echan al olvido, son tal vez los que algún día nos salvarán.
Eso habría que advertírselo a todos ellos, aunque quizás ya sea demasiado tarde. La estupidez humana taladra los sentidos meticulosamente. Y así como se desechan los softwares caducos, así también nos excluirán por obsoletos. Tantas horas boquiabiertos ante los rayos de un monitor bastan para desaparecer. El pulso del mouse será tal vez el único acto digno del ejercicio psicomotriz. De esta manera, ¿quién nos asegura que no terminaremos acéfalos? Vemos el mundo a través de pantallas que aturden la visión, y sin embargo nos conformamos con esas imágenes cambiantes, con esas líneas movedizas. Habría que protestar, sentir cómo los nudillos se enrojecen luego de golpear contra las mesas. Pero no; el sedentarismo avanza frente a cualquier pronóstico. La ciudad de los paralíticos se avecina. ¿Tendríamos que prepararnos? A mí ya no me toca decidir, ahora que permanezco sumido en la oscuridad. Yo, que soy acaso el primero en morder el polvo, no tengo más que esperar la tierra de la redención.
Sería bueno deslizarme, cambiar de postura. Algunos de mis movimientos solo consisten en masticar y latir. Soy como el mono del que hablaba Ortega y Gasset. Podría dar vueltas y vueltas hasta quedarme dormido. Por lo demás, no hago otra cosa que recibir mi ración de aire todos los días. Cuando se cierren los conductos, habré de arañar las paredes. ¿Cuánto duraré? El tiempo es lo de menos estando en esta negrura. Cada uno tiene dibujado en la frente su propio destino. Si estoy aquí es porque mi naturaleza cumple su función a cabalidad, igual que la planta que se inclina por donde mejor le cae el sol. Son muy pocos tal vez los que comprendan esto, pero el cautiverio vale tanto, o más, que el confort de seguir transitando por las calles. Los de afuera no saben cuán tranquilo se está lejos de los horrores diurnos. La insensatez es el paraíso de los despojados.

Carlos Rengifo, Textos sueltos.

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