Friday, February 16, 2007

LA LLUVIA

El rumor del agua golpeando el cristal de la ventana le conmueve, quizás esta sea la última vez que lo escuche. Algunas gotitas caen sobre el alféizar y, por un instante, Cecilia recuerda sus correrías bajo la lluvia, calándose hasta los huesos y corriendo como una loca por las aceras de la ciudad: la naturaleza golpeándola con su furia cariñosa, y ella disfrutando de cada gota lanzada contra su piel.
Se estremece y su mirada se desvía de la ventana entreabierta para observar detenidamente a su agresor. Es un hombre joven, ella le calcula unos treinta y cinco años, un poco más alto que ella, de cabello negro muy corto, cuidadosamente afeitado, y con unos ojos cafés de mirada perdida en los que, si se mira bien, y Cecilia está haciéndolo, puede observarse una amargura enfermiza. El miedo ha llegado repentino, se infiltra en las venas de Cecilia y recorre con la sangre su cuerpo entero.
—¿Qué quieres de mí? —el cuchillo presionando en la garganta no le impide hablar, pero su voz tiembla—. ¿Quién eres?
Tras una larga mirada, escrutadora e incómoda, el hombre contesta:
—Yo soy Néstor Molina, uno de los que acusaste.
—Que yo... —susurra incrédula— ¿de qué? Yo no he acusado a nadie.
—¿Ya no te acuerdas? —sonríe irónico.
—Por favor, no sé de qué me hablas. ¿Cuándo te he acusado y de qué?
—En la televisión, te vi. Y te veías mucho mejor, más segura, más... aquí solo pareces una flaca putita de mierda. —Y con una risa histérica, agrega—: ¡Cagada de miedo!
—Yo no he acusado a nadie —balbucea cansada—, solo he dicho lo que pensaba.
—Lo que pensabas... —grita al oído de la mujer cada sílaba con lentitud—, ¿Y a quién coño le importa lo que tú pienses?
Cecilia intenta soltarse, pero él hunde un poco el cuchillo en la piel de su cuello y ella desiste. El hombre la sujeta firmemente contra la pared, sostiene el cuchillo con la mano derecha, mientras con la izquierda sujeta su cabello y lo estira hacia un lado. Clava una rodilla en su vientre ejerciendo una presión aguda.
—Si yo quiero cargarme un negro, me lo cargo... —y estirando un poco más sus mechones—. ¿Me entiendes?
Cecilia se imagina a sí misma como un triste conejo patético en las manos de su captor, moviendo sus patas de forma ridícula, tratando de soltarse sin ningún resultado.
—Pero, yo solo dije que era injusto —y sorbiendo los mocos chilla— ¡y lo es! Ustedes no entienden de respeto ni de derechos humanos, ellos no hacían... —Néstor corta el discurso de un manotazo.
—Tú... asquerosa. Dijiste que éramos todos unos fascistas manipuladores, que tendríamos que estar en la cárcel... solo porque logramos echar a esos malditos negros —murmura a la vez que baja con lentitud el filo del cuchillo por el perfil de su garganta, dejando un rastro encarnado—. Lo dijiste ayer, te vi en las noticias de la noche, por el canal tres.
—Bueno, ya —suplica Cecilia llorosa y cansada—, déjame, ¿no? ¿Dime qué quieres?
—Quiero que no hables, mija –sus ojos parecen salirse de las órbitas cuando le grita–. Tú y tus pendejadas contra el racismo: ¡ahora te jodes!
La cara de espanto de Cecilia la delata, siente un súbito calor en el cuello. Intenta hablar pero un chorro de sangre sale de su garganta en lugar de su voz. Cae al suelo y escucha los pasos de Néstor alejándose. Tras el golpe seco de la puerta, la ventana se abre y comienzan a caer gotas de lluvia sobre su cara.

Belisa Núria Bartra, Llueve sobre Cecilia.

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