Friday, October 20, 2006

DIANA Y EL OSO

Siempre que Diana pisaba la casa de sus abuelos, lo primero que hacía, antes de atravesar la sala de mesitas vidriadas, era preguntar por el Oso que solía andar en el jardín. «¿Dónde está el Oso?», quería saber. Pero como ahí nadie entendía de qué hablaba, ella misma iba a buscarlo, llamándolo con voz de trompeta, abriendo la puerta de los armarios y viendo debajo de los muebles, hasta que por fin lo encontraba, generalmente en el cuarto del fondo, entre cachivaches y cosas inútiles que los abuelos tiraban como trastos inservibles, haciendo de éste un improvisado cuarto de entretenimiento.
Apenas lo descubría, a Diana le brillaban los ojos, se ponía a saltar, a correr de un lado a otro, porque con el Oso todo era alegría y diversión. Lo cogía de la mano y lo llevaba a pasear, o se la pasaba jugando con él sentada en el piso de losas ajedrezadas, invitándole caramelos, contándole de sus amiguitas en el colegio. Cuando la abuela la llamaba para almorzar, ella no quería abandonar al Oso, pues pensaba que se iba a poner triste, de modo que le encargaba su mochila llena de sorpresas para que se distrajera mientras volvía.
A su retorno, le traía parte del postre que no había acabado en la mesa, prometiéndole que, si se lo terminaba todo, podían ver juntos televisión. A Diana le encantaba ver televisión, aunque con el Oso era un lío porque a veces a él no le gustaba Nickelodeon y prefería más bien Animal Planet, y ambos terminaban peleando por el control remoto. Ella se molestaba y se iba a jugar sola, refunfuñando, al jardín; pero el disgusto le duraba apenas unos minutos porque al poco rato volvía y nuevamente estaban juntos, riéndose de las travesuras interminables de Angélica en las caricaturas de Los Rugrats.
Era una pena que el Oso no pudiera hablar, ya que entonces podría haberle contado a Diana cómo era el mundo de los Osos; sin embargo, a ella le bastaba verlo a su lado para sentir que lo conocía bien, pese a que el Oso solo levantaba la oreja para oír. Terminado el día de visita a la casa de los abuelos, cuando llegaba la hora de marcharse, Diana se iba un poco apenada, pensando en lo mucho que extrañaría al Oso, pero se aliviaba de inmediato al saber que en su próxima visita nuevamente lo vería.
Ahora que el tiempo ha pasado y Diana se ha convertido en una adolescente de piernas largas, el Oso ya no merodea por el jardín ni se oculta en el cuarto del fondo, y se ha ido más bien de la casa de los abuelos sin que nadie se dé cuenta, arropado en su abrigo de Oso y buscando a otras Dianas que lo cobijen en sus cuartos de entretenimiento.
Diana, que ha dejado de preguntar por él, durante las visitas que realiza a sus abuelos, a veces siente que algo le falta, que algo ha perdido en los pasillos y habitaciones de la casa, mientras se ubica en la sala con sus jeans y sus zapatillas de pasadores rebeldes y habla de piercings en el ombligo y de tatuajes sobre la piel, en una monserga juvenil donde no hay cabida para el pelambre de ningún Oso.

Carlos Rengifo, Textos sueltos.

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