Tuesday, October 17, 2006

EL NIONENA


Muchas veces he conseguido jugar con los perros de los pueblos, como perro con perro. Y así la vida es más vida para uno. Sí; no hace quince días que logré rascar la cabeza de un nionena (chancho) algo grande, en San Miguel de Obrajillo. Medio que quiso huir, pero la dicha de la rascada lo hizo detenerse; empezó a gruñir con delicia, luego (¡cuánto me cuesta encontrar los términos necesarios!) se derrumbó a pocos y, ya echado y con los ojos cerrados gemía dulcemente. La alta, la altísima cascada que baja desde la inalcanzable cumbre de rocas, cantaba en el gemido de ese nionena, en sus cerdas duras que se convirtieron en suaves; y el sol tibio que había caldeado las piedras, mi pecho, cada hoja de los árboles y arbustos, caldeando de plenitud, de hermosura, incluso el rostro anguloso y enérgico de mi mujer, ese sol estaba mejor que en ninguna parte en el lenguaje del nionena, en su sueño delicioso. Las cascadas de agua del Perú, como las de San Miguel, que resbalan sobre abismos, centenares de metros en salto casi perpendicular, y regando andenes donde florecen plantas alimenticias, alentarán en mis ojos instantes antes de morir. Ellas retratan el mundo para los que sabemos cantar en quechua; podríamos quedarnos eternamente oyéndolas; ellas existen por causa de esas montañas escarpadísimas que se ordenan caprichosamente en quebradas tan hondas como la muerte y nunca más fieras de vida; falderíos bravos en que el hombre ha sembrado, ha fabricado chacras con sus dedos y sus sesos y ha plantado árboles que se estiran al cielo desde los precipicios, se estiran con transparencia. Árboles útiles, tan bárbaros de vida como ese montonal de abismos del cual los hombres son gusanos hermosísimos, poderosos, un tanto menospreciados por los diestros asesinos que hoy nos gobiernan.

José María Arguedas, Primer diario.

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