LA CABEZA DE UN CADÁVER

Pensé que debía de ser la cosa más terrible del mundo.
Seguí oyendo hablar de los Rosenberg por la radio y en la oficina hasta que ya no pude apartarlos de mi mente. Era como la primera vez que vi un cadáver.
Durante semanas, la cabeza del cadáver —o lo que quedaba de ella— flotó entre los huevos con tocino de mi desayuno y detrás del rostro de Buddy Willard, principal responsable en principio de que lo hubiera visto, y no tardé en tener la sensación de llevar conmigo la cabeza del cadáver atada con una cuerda, como una especie de globo negro sin nariz que hediera a vinagre.
Sylvia Plath, La campana de cristal.
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