UNA ESPADA EN LA MANO

De pronto me di cuenta de lo que es la poesía, quiero decir, leyendo y releyendo poetas muy distintos, sentí cierto ritmo, cierta iluminación, cierta vivencia distinta del lenguaje. Mis últimos poemas son lo mejor que hice (¡Y qué hice!). Pero no me contentan. Confieso tener miedo. Sé que soy poeta y que haré poemas verdaderos, importantes, insustituibles; me preparo, me dirijo, me consumo y me destruyo. Es mi fin. Y, no obstante, corro peligro. Tal vez si me encerraran y me torturaran y me obligaran mediante horribles suplicios a escribir dos poemas maravillosos por día, los haría. Estoy segura de ello. Tal vez yo no busco un maestro, busco un verdugo...
Sin saber cómo ni cuándo, he aquí que me analizo. Esa necesidad de abrirse y ver. Presentar con palabras. Las palabras como conductoras, como bisturíes. Tan sólo con las palabras. ¿Es esto posible? Usar el lenguaje para que diga lo que impide vivir. Conferir a las palabras la función principal. Ellas abren, ellas presentan. Lo que no diga será examinado. El silencio es la piel, el silencio cubre y cobija la enfermedad. Aún saber que no hay solución me intranquiliza como si la hubiera. No eres tú la culpable de que tu poema hable de lo que no es. Si habla de lo que no es, quiere decir que no vino en vez de venir. Pero ¿por qué hablo con verbos activos como si me hubiera pasado la noche con una espada en la mano?
Mi soledad maúlla. La tapo con promesas vagas. El horror de habitarme, de ser —qué extraño— mi huésped, mi pasajera, mi lugar de exilio. Heme aquí llegada a los 30 años y nada sé aún de la existencia. Lo infantil tiende a morir ahora pero no por ello entro en la adultez definitiva. El miedo es demasiado fuerte sin duda. Quiero morir. Tengo miedo de entrar al pasado. Pienso en alguna mujer de mi edad de hace un siglo. ¿Qué hacía cuando estaba angustiada? ¿Qué?
Alejandra Pizarnik, Cartas y diario (Collages).
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