Thursday, February 22, 2007

REW CRIMINAL

La sangre que embadurnó el parabrisas del taxi vino después del estallido, cuando la bala salió por la boca del cañón, una vez instalada en la recámara múltiple, y fue activada por el dedo sobre el gatillo, cuya presión no hizo temblar la mano al empuñar el revólver. Culminó el intercambio de palabras, la inútil discusión en la que cada uno se mantenía en sus trece, no daba su brazo a torcer, mientras las voces subían de tono hasta romper en gritería. Por un lado, el taxista al volante, resuelto a no dejarse quitar el automóvil (que, además, era alquilado) y, por el otro, en el asiento trasero, el pasajero iracundo, ebrio de cólera, que empezó a vociferar, a escupir improperios y amenazas. El arma de fuego en la nuca solo fue el indicativo para que el taxista detuviera el vehículo. Antes de eso, nada presagiaba lo que iba a ocurrir. Había llegado el momento de actuar; sin embargo, el pasajero que miraba nervioso por la ventanilla sintió un ligero temblor en las manos. «Tengo que ser firme», se dijo, aún dubitativo, y pegó la frente sobre el vidrio que empañó con su aliento. La noche cerrada se presentaba como buen augurio; la avenida larga y solitaria, alejada de la ciudad, le indicaba que debía prepararse. Advirtió la señal que bifurcaba el camino y enseguida dijo al taxista que virara hacia la derecha. Respiró tranquilo, no quería delatar su pronta actitud, el estudiado plan de arrebatar el auto en un paraje solitario y oscuro, y abandonar al taxista a su suerte, sin darle tiempo de reaccionar. Los postes de luz alumbrando el interior del taxi cada treinta segundos le daban confianza. El revólver descansaba en el bolsillo de la casaca. Atrás quedaron las suposiciones, los cálculos, ahora el tiempo se acoplaba perfectamente a lo que debía hacer. La zona urbanizada desaparecería al término del grifo bajo el letrero de Inca Kola, y el tráfico disminuiría a partir de entonces. El último poblado de casas veraniegas permaneció en silencio mientras lo atravesaban, con uno que otro lugareño andando por sus arenosas calles. Que aquí, al internarse en este balneario, el taxista lo despertara preguntándole si ya estaban cerca, no fue ningún fastidio; al contrario, le hizo bien, pues se había quedado dormido involuntariamente, al simular un sueño y una borrachera que no tenía. Sus ronquidos los escuchó el taxista durante buena parte del trayecto, en el que hasta tuvo la idea, al verlo tan dormido, de bolsiquear sus pantalones, pero se contuvo. Después de todo, él se ganaba los frijoles decentemente y el sujeto arrellanado en el asiento trasero parecía un buen tipo. «Con lo que voy a obtener de esta larga carrera me doy por servido», pensó, arrepintiéndose ya, aunque sin mudar de parecer. Había hablado con el pasajero un rato, antes de que se durmiera, mirándolo por el espejo retrovisor, con el noble fin de despejarle un poco la borrachera. Lo hizo también para no sentirse tan solo, como acostumbraba a hacer en las noches lentas e interminables mientras llevaba a los noctámbulos a sus respectivos destinos. En muchos casos lograba entablar un diálogo ameno con el interlocutor de turno; pero esta vez su repentina charla incomodó al pasajero, quien atinó solo a contestar con monosílabos. Para éste, que había subido al vehículo sin regatear el precio, era conveniente no verle la cara, no familiarizarse con aquel hombre que le daba la espalda frente al volante. Lo más sensato era fingirse borracho y soñoliento, de modo que lo primero que pensó, cuando levantó la mano y detuvo el taxi, fue instalarse en el asiento trasero y dejar que el tiempo corriera hasta llegar al lugar donde se iniciaría la acción. Agazapado en el paradero, divisó unos cuantos taxis pasando a velocidad, y se decidió por el amarillo que avanzaba lentamente. El arma de fuego oculto en la casaca era solo el elemento disuasivo para que le entregaran el auto (que luego desmantelaría y vendería por partes). «Lo voy a asustar encañonándolo», pensó, imaginando al posible conductor, «se va a orinar de miedo cuando vea el fierro». Sin embargo, jamás sospechó que las circunstancias lo indujeran a estar allí, por primera vez al acecho, emulando al negro Cortijo, ese sí un verdadero atracador, quien además le había enseñado cómo debía actuar, prestándole incluso su propio revólver, que cargó de inmediato y se lo dio por debajo de la mesa. «Hay que tener huevos», le dijo, tras escucharlo sin interrupciones y verlo, sorprendido, en el umbral de la puerta. Pero él ya estaba decidido, había resuelto ir en su búsqueda, no bien terminó de oír en la sala a su mujer que, con el último hijo en brazos y bañada en lágrimas, vertiendo sobre el marido su total impotencia y desesperación, se quejó amargamente que ya no tenían para comer.

Carlos Rengifo, Tristes canciones de blues.

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