Tuesday, March 13, 2007

UN AFEITADO FINÍSIMO

Ella le dijo que estaba mucho más guapo afeitado, así que él se afeitó, especialmente para ella. La tersa piel del rostro le brillaba con todo su esplendor cuando la fue a recoger aquella tarde y el aroma de la loción para después del afeitado era de lo más agradable. Vieron una película, tomaron un café en un sitio cualquiera y, a continuación, él la acompañó a casa en coche. Se trataba, al fin y al cabo, de un segundo encuentro, de manera que él no intentó nada y ni siquiera le sugirió subir con ella a su departamento. Antes de salir del coche ella le había dado un beso precipitado en la rojiza mejilla y él le había respondido con una tímida sonrisa sin devolverle el beso.
Se trataba de una chica por la que merecía la pena esperar pacientemente.
Pasaría un día, pasaría otro día, pero al final todo terminaría por llegar. Una película, un café, una película más.
Una puesta de sol, un par de veces al boliche y, finalmente, sería suya.
Ella le dijo que resultaba mucho más agradable afeitado porque sencillamente pelos de la barba le picaban por el cuerpo. Y es que, ahora que estaban juntos, ¿dónde iba a poner él la cara si no fuera en su cuerpo? A él ni siquiera se le podía ocurrir pensar en otro sitio mejor. Se afeitaba todos los días, incluso dos veces al día. Eliminaba los incipientes pelos antes siquiera de que les hubiera dado tiempo de asomar, de manera que la estimulada piel parecía estar ardiendo en medio de una especie de cálida rojez. También los dientes se los cepillaba constantemente: tres, cuatro, y hasta cinco veces al día. Subía y bajaba el cepillo, escupía en el lavabo y, a continuación, se enjuagaba bien con agua para eliminar la espuma blanca de la pasta de dientes. Después de todo eso se encontraba a sí mismo mucho más agradable, más estético, y una vez a la semana hasta se pasaba hilo dental por entre los dientes. A ella no le hubiera importado besarlo también sin que hiciera falta todo eso, porque lo amaba, pero no se podía esperar de ella que fuera a poner la lengua en un lugar que oliera mal o que estuviera sucio.
Ella le dijo que las cejas también le molestaban; resultaba difícil irse deslizando así, con los labios, por la pendiente de la frente para besarle los ojos. La cuchilla, al fin y al cabo, era la misma cuchilla, así que si ya, de cualquier modo, se afeitaba, ¿qué más le daba? Una vez al día, dos, a veces hasta tres. Y también empezó a usar el hilo dental con más asiduidad, hasta el punto de que se compró un rollo entero que, aunque no era más grande que una cajetilla de cigarrillos, tenía diecisiete metros de longitud. Y es que lo habían enrollado muy apretado, como los sacos de dormir, que se pueden reducir hasta el tamaño de una baguette. Aprovechó y compró también loción para después del afeitado, un frasco de litro, porque el viejo ya se lo había terminado.
Pasó el tiempo y ya llevaban dos meses viviendo juntos; él ocupándose exclusivamente de su higiene personal y ella de todo lo demás. Ni un solo vaso le pedía que lavara. Del pecho para abajo no tuvo necesidad de decírselo, porque él le captó enseguida la mirada. Y la verdad era que ya se afeitaba antes de cada comida, e incluso con mayor frecuencia, ¿qué más le daba depilarse entero? Incluso las pestañas, porque le picaban en la lengua a ella, que tanto lo amaba, y a la que él le gustaba lampiño, sin recovecos ni partes punzantes. Como todos los demás con los que se había encontrado en el suelo del salón, tan agradables y cómodos. Al principio había creído que se trataba de unos silloncitos rosados en forma de puf, porque muchas veces la había visto allí sentada tan feliz, de manera que también él se sentaba en ellos. Resultaban tan agradables y suaves. Les había preguntado cómo lo conseguían, y ellos se lo habían contado todo. Las partes punzantes eran por los huesos, pero había un tipo en Rosh Pina que los sacaba con toda facilidad, incluidos el cráneo y la columna vertebral. Ni siquiera dolía, a ella le resultaría mucho más agradable, y eso era, a fin de cuentas, lo único importante. Y es que la sonrisa de ella, cuando se sentaba encima, lo valía todo.

Etgar Keret, Extrañando a Kissinger.

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