Friday, November 03, 2006

LA MUJER DE MI AMIGO

Tengo un amigo al que siempre veía con cierto aire de libertad, disfrutando alegremente de las horas sueltas que le brindaba la compañía de los contertulios y el sabor irremplazable de un buen vaso de cerveza. Con él coincidíamos en lugares específicos y frecuentábamos amistades comunes, y a pesar de que este compañero estimable solía decir que estaba casado, nadie le creía, pues a cada sitio que iba aparecía solo, y sus actitudes y apariencia no delataban su condición de esposo, menos aún, de padre de familia. Fue tal la incredulidad en quienes lo conocíamos que, incluso, en alguna ocasión una chica-florero que adornaba la mesa (de las tantas que satelizan en el círculo letrado) soltó la teoría de una probable invención hecha por él para congraciarse con el bando femenino, ya que nadie allí, en su sano juicio, iba a admitir que estaba casado, teniendo ante sí la posibilidad de tocar los pétalos de estas lindas chicas-florero. Pero era cierto, aunque hubo de pasar mucho tiempo para comprobarlo.
La mujer de mi amigo era todo un misterio, un fantasma ocasional, alguien que se colaba en el ínterin de las conversaciones como una existencia ajena, como una pequeña diosa que digitaba en la sombra. De ella no se sabía nada concreto, no tenía faz alguna, era un personaje inventado a la deriva que respiraba en la ausencia. Durante una temporada, ilusamente, me devané el seso tratando de dar con ella, de husmear en su posible origen; pero todo fue en vano. La dichosa aludida jamás mostraba señales de vida, por lo que la incógnita fue creciendo a medida que la curiosidad ganaba terreno. ¿Quién era esta mujer que otorgaba libertades al marido para que se divirtiera solo y a sus anchas? Sin saberlo, de pronto me vi envuelto en pesquisas para averiguar su paradero, pues la tarea por develar el misterio se me impuso como una necesidad impostergable.
Cuántas tardes maquinando el sesgo del posible hallazgo, cual Colón a orillas de la isla descubierta, mientras los datos acumulados en mi mente iban armando a la susodicha en una muñeca de vodevil. Con qué minucia y lentitud representaba la escena del besamanos en el castillo de mi imaginación. Cada avance, cada paso que daba para tocar la verdad de la fémina evocada, enardecía la expectativa del inminente encuentro. Y éste llegó finalmente un inesperado día, como ocurren las cosas más apreciables: una mañana, no sé por qué circunstancia, mi amigo me invitó a su casa y entonces la conocí. Recuerdo que cuando me la presentó, pensé de inmediato «sí existe», y disfruté del privilegio de verla por primera vez.
Tanto la había imaginado, que tenerla frente a mí quebraba mis suposiciones para integrarlas a las facciones de la realidad. Una vez redescubierta, el trato se dio desde el principio con esa distancia natural que ocurre entre los amigos del marido y la esposa, sin nada particular que perturbara dicha relación casi diplomática. Y aun ahora, transcurridos algunos años, puedo afirmar que sigue siendo la extraña de la que se dudaba su existencia, a pesar de habérmela encontrado una que otra vez en el umbral de las correrías hogareñas. Por eso, agradezco de buena gana a Platón, que supo poner el emplasto en el momento oportuno, dejando que las redes permanezcan atadas al depósito de hielo, y es que no podía ser de otra manera, desde que guardar las formas ha salvado muchas vidas y evitado desgracias, aunque la mente traviesa continúe fantaseando de vez en cuando en el limbo del fuego perpetuo.

Carlos Rengifo, Textos sueltos.

0 Comments:

Post a Comment

<< Home