Monday, January 01, 2007

SU HORA

Un lunes por la mañana, al amanecer, se oyeron gritos de socorro y disparos. Intentaban averiguar en qué piso había sucedido; oyeron los gritos, e intentaron recordar de quién era la voz —un poco difícil, pues el número de inquilinos en esta casa es muy grande, y además no trataban estrechas relaciones los vecinos entre sí—; por fin se oyó claramente —afirmaba la mayoría— cómo dos personas bajaban apresuradamente la escalera. Por fin se atrevió alguien a salir de su estupor y echarse la bata sobre los hombros para identificar al hombre que, tropezando y cayendo de escalón en escalón, se arrastraba hacia una puerta a medio abrir. Es el señor del tercero el que se arrastra; en realidad le ha tocado a él; la muerte ha venido a despertarlo; su camiseta está roja; la sangre le corre bajo el pantalón del pijama hasta los pies descalzos; se le ha encontrado moribundo; tropieza y se desploma contra la pared y la escalera; quizá las balas —eran seis o cinco; en todo caso, muchas— le han alcanzado en la cara; no grita ya, solo tose y va de una pared del vestíbulo a la otra y rueda por las escaleras; encuentra de nuevo fuerzas para levantarse; es espantoso ver cómo abre la boca ensangrentada bruscamente; quizá quiere indicar los nombres de los asesinos; sí, eran dos; todos saben que eran dos; todos lo han visto, y nadie se ha atrevido a sacar la cabeza por la puerta medio abierta e identificarlos; tenían las pistolas aún en las manos, y balas suficientes para los curiosos; es claro que hubieran disparado como a conejos a aquellos que se hubieran atrevido a mirarlos; eran asesinos; los asesinos matan a cualquiera que sea testigo de sus atrocidades; eran asesinos pagados, posiblemente con máscaras en el rostro. Es horrible ver cómo el hombre intenta una y otra vez guardar el equilibrio agarrándose al pasamanos; se enfurece contra las puertas semiabiertas; se retuerce de nuevo sobre el umbral; cae de cabeza y, por fin, queda inmóvil en un lugar que invitaba a todos los vecinos de la casa a salir de puntillas de sus puertas, acercarse al cadáver ensangrentado y proferir gritos histéricos.

Vagelis Tsakiridis, Protocolo 41.

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