Friday, November 17, 2006

CAFICHO

Esta no es una historia trágica ni feliz, la que se llevó al «Macho», el hombrecillo que de alcanzador de agua de un próspero burdel, se convirtió en empresario de la mano de una meretriz, a quien antes desposó, una mujer de piel blanca y ojos exageradamente claros.
Fundó un semiprostíbulo y luego un prostíbulo en los extramuros, donde recibía a los parroquianos con una cordialidad inusitada.
—¡Pasen, están en su casa! —decía con una absolución irónica y circense, como cuando se atrevía a dilucidar el arte lúbrico y carnal del fornicio con el arte sensorial que causaba la arquitectura de algunas ciudades por donde su vida de caficho empedernido lo había arrastrado.
Cuestionaba los armatostes que por escultura adornaban las plazuelas mientras sorbía los vasos de cerveza que sus clientes le brindaban, y miraba de cuando en vez el techo de cielo negro de ese antro a veces iluminado por unas chispas de estrella intermitente.
Pero la muerte de «Macho» se tornaba trágica y feliz por un momento; pasada la tempestad del llanto, no era ni lo uno ni lo otro. La vida continuaba, las putas seguían fornicando en ese harén clamoroso, pero la sombra inaudita de su recuerdo parecía hundirse y aflorar en esa vorágine de cuartos con olor a semen, entre jadeos y risotadas exageradas.
A veces, era sorprendido mirando el telediario con mucha atención a través de un televisor blanco y negro ubicado en el pequeño bar, mientras en los pasillos otro de mayor dimensión y a colores emitía las más duras e inenarrables escenas de pornografía. Ese contraste inquietaba con frecuencia a los lascivos asistentes.
Con ironía, los jueves, sentado en un vetusto diván de terciopelo oscuro, decía tratarse de la noche cultural, en tanto daba indicaciones que apagaran la luz «para que no se vieran las palabras» de quienes vociferaban aturdidos mientras amasaban unas nalgas relucientes.
Entrada la medianoche, aquel fornicio se colmaba de personajes indescriptibles.
Destacaban, entre esa variada caterva: pintores, poetas y músicos…
Al mando de Panchito, un frustrado estudiante del conservatorio, con los huaynocumbias de moda que emitía las cuerdas de su vieja arpa, hacía zapatear a las prostitutas con sus ocasionales maridos, iniciando así el «salón» que se prolongaba hasta rayar el alba.
Sólo «Macho», aquel hombrecillo de aspecto melancólico y actitudes extrañas, jubiloso, permitía que la fiesta prostibularia tuviera matices de lo nuestro. Aquél permitía también que poetas, músicos y meretrices desnudos leyeran poesía a viva voz, como antesala de una soberana cópula.

Teófilo Villacorta Cahuide, Bragas rojas.

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