Tuesday, March 13, 2007

WINONA

Yo por entonces había conocido a la adolescente más tierna del mundo y me entusiasmé con ella, olvidando a todo ser vivo —planta, animal o persona— que se movía a mi alrededor. Vestida con jeans, poleras y zapatillas altas; de pequeña estatura, cabello corto y cuerpo delgado, esta chiquilla cuando sonreía era idéntica a Winona Ryder, y se la pasaba riendo para que todos la engrieran. La conocí en un museo, cuando de la revista en la que trabajaba me enviaron a cubrir la primera exposición del pintor Kawide, y en vez de tomar fotos a los cuadros recién inaugurados, estuve sacándole imágenes a Winona, que se prestaba para el chongo y posaba, divertida, mostrando sus mejores ángulos.
—¿Eres pariente del pintor? —le pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—Soy su modelo —dijo, y soltó la carcajada.
Nunca llegué a saber realmente qué hacía ahí. Conversamos toda la noche, sorprendiéndome que no me despegara de ella (única adolescente en una sala de jóvenes y adultos) y fuera a hablar con otras personas. Su risa definitivamente era el gancho, y el hecho también de que se desenvolviera tan suelta de huesos como si nadie la viera, o como si le importara tres pepinos que la vieran haciendo gestos y actitudes demasiado llamativas.
—¿No deberías estar en tu casa haciendo tus tareas escolares? —le pregunté.
Y recibí como respuesta el primer pellizco del buen surtido que recibiría en los meses posteriores. Siendo el lunar de esa noche artística, Winona se sentía la muñeca a la que todos debían adorar y perdonarle sus malcriadeces, y mientras hablaba con ella no podía quitarme de la mente el viejo dicho de que, quien con nenas se acuesta, amanece mojado. Pero también pensé que solo la vería esa noche, así que disfruté de su compañía sin la malicia que solía invadirme cada vez que abordaba a una mujer. El redactor con el que había venido, me miraba de lejos totalmente enojado (no sé si por no haber tomado las suficientes fotos o porque a él nadie lo acompañaba), y se puso peor cuando me hizo una señal para volver a la revista y yo le dije que iría más tarde. Atrapado por Winona, me quedé hasta que las luces del salón comenzaron a apagarse, y tuve que acompañarla al paradero mirándola gustoso cómo se expresaba.
—Pareces toda una intelectual —le dije—. ¿Estás segura que tienes catorce?
—Según mi partida de nacimiento, claro que sí. Lo que pasa conmigo es que a mí me aburre la gente de mi edad y por eso prefiero estar con personas mayores que yo.
Eso lo comprobé días después, luego de darme su teléfono y dirección, y haberme invitado a una reunión en su casa donde convocaba a un grupo de pintores, todos adultos, que hablaban hasta por los codos en torno a una mesita con tazas de café. Me sorprendió cómo Winona había logrado reunir a esta fauna artística en su casa, y la respuesta era que ella tenía un tío en la embajada peruana de Francia, laborando en la agregaduría cultural, y allí definitivamente todo el mundo quería irse a París.
Winona se mofaba un poco de ellos, aunque también los estimaba, de igual modo que estos la consideraban a ella, a quien veían como la chiquilla lúcida y singular que se adelantaba a su época, sobre todo un gordo cuarentón que hablaba más de la cuenta y que estuvo enamorándola por teléfono. «El imbécil quería que fuera a su casa a posar para un cuadro», me contaba, sin reírse. Entonces tuvo que disolver el grupo (para lástima de sus padres, quienes con estas reuniones podían mantenerla quieta en casa) y los pintores volvieron a sus limbos individuales. Winona se aferró a mí, no me dejó en paz, y por un tiempo fui su paño de lágrimas, su compañero de ruta, su confesor. No tenía amigas, todas sus compañeras de colegio, según ella, la odiaban; vivía en sí misma, en un mundo propio hecho a su medida, y como no podía estar tranquila se paraba escapando del colegio y de su casa. A los padres los tenía en ascuas. Volvía a los tres o cuatro días como si hubiera salido a comprar pan, tan fresca y confianzuda que su madre no se aguantaba más y la zarandeaba de las mechas. ¡Cuántas veces enjugué sus lágrimas, en noches de rehuida luego de haber huido de su casa; y cuántas, para compensarme, ella se abría de brazos para que fuera yo el primero en hacerla mujer! A mí no me faltaban las ganas; es más, hasta ya había comprado varias tiras de condones; pero a la que en verdad quería desvirgar era a otra, así que solo le daba besos franceses y la acariciaba como pulpo, antes de devolverla a su casa de un palmazo en el trasero.

Carlos Rengifo, Textos sueltos.

LA BELLA DURMIENTE

Cerró la puerta con llave, dejó caer la cortina y miró a la muchacha. Ésta no fingía. Su respiración era la de un sueño profundo. Eguchi contuvo el aliento; era más hermosa de lo que había esperado. Y su belleza no constituía la única sorpresa. También era joven. Estaba acostada sobre el lado izquierdo, con el rostro vuelto hacia él. No podía ver su cuerpo, pero no debía de tener ni veinte años. Era como si otro corazón batiese sus alas en el pecho del anciano Eguchi.
Su mano derecha y la muñeca estaban al borde de la colcha. El brazo izquierdo parecía extendido diagonalmente sobre la colcha. El pulgar derecho se ocultaba a medias bajo la mejilla. Los dedos, sobre la almohada y junto a su rostro, estaban ligeramente curvados en la suavidad del sueño, aunque no lo suficiente para esconder los delicados huecos donde se unían a la mano. La cálida rojez se intensificaba de modo gradual desde la palma a las yemas de los dedos. Era una mano suave, de una blancura resplandeciente.
—¿Estás dormida? ¿Vas a despertarte?
Era como si lo preguntara con objeto de poder tocarle la mano. La tomó en la suya y la sacudió. Sabía que ella no abriría los ojos. Con su mano todavía en la suya, contempló su rostro. ¿Qué clase de muchacha sería? Las cejas estaban libres de cosméticos, las pestañas bajadas eran regulares. Olió la fragancia del cabello femenino. Al cabo de unos momentos el sonido de las olas se incrementó, porque el corazón de Eguchi había sido cautivado. Se desnudó con decisión. Al observar que la luz venía de arriba, levantó la vista. La luz eléctrica procedía de dos claraboyas cubiertas con papel japonés. Como si tuviera más compostura de la que era capaz, se preguntó si era una luz que acentuaba el carmesí del terciopelo y si la luz del terciopelo daba a la piel de la muchacha el aspecto de un bello fantasma; pero el color no era lo bastante fuerte para reflejarse en su piel. Ya se había acostumbrado a la luz. Era demasiado intensa para él, habituado a dormir en la oscuridad, pero al parecer no podía apagarse. Vio que la colcha era de buena calidad.
Se deslizó quedamente bajo ella, temeroso de que la muchacha, aunque sabía que seguiría durmiendo, se despertara. Parecía estar totalmente desnuda. No hubo reacción, ningún encogimiento de hombros ni torsión de las caderas como sugerencia de que ella notaba su presencia. Era una muchacha joven, y por muy profundo que fuera su sueño, debería haber una especie de reacción rápida. Pero él sabía que éste no era un sueño normal. Este pensamiento le impidió tocarla cuando estiró las piernas. Ella tenía la rodilla algo adelantada, obligando a las piernas de Eguchi a una posición difícil. No necesitó inspeccionar para saber que ella no estaba a la defensiva, que no tenía la rodilla derecha apoyada sobre la izquierda. La rodilla derecha se encontraba hacia atrás y la pierna estirada. En esta posición sobre el lado izquierdo, el ángulo de los hombros y el de las caderas parecían en desacuerdo, debido a la inclinación del torso. No daba la impresión de ser muy alta.
Los dedos de la mano que el viejo Eguchi sacudió suavemente también estaban sumidos en profundo sueño. La mano descansaba tal como él la dejara. Cuando tiró la almohada hacia atrás, la mano cayó. Contempló el codo que estaba sobre la almohada. «Como si estuviera vivo», murmuró para sus adentros. Por supuesto que estaba vivo, y su única intención era observar su belleza; pero una vez pronunciadas, las palabras adquirieron un tono siniestro. Aunque esta muchacha sumida en el sueño no había puesto fin a las horas de su vida, ¿acaso no las había perdido, abandonándolas a profundidades insondables? No era una muñeca viviente, pues no podía haber muñecas vivientes; pero, para que no se avergonzara de un viejo que ya no era hombre, había sido convertida en juguete viviente. No, un juguete, no: para los viejos podía ser la vida misma. Semejante vida era, tal vez, una vida que podía tocarse con confianza. Para los ojos cansados y présbitas de Eguchi, la mano vista de cerca era aún más suave y hermosa. Era suave al tacto, pero no podía ver la textura.
Los ojos cansados advirtieron que en los lóbulos de las orejas había el mismo matiz rojo, cálido y sanguíneo, que se intensifica hacia las yemas de los dedos. Podía ver que las orejas indicaba la frescura de la muchacha con una súplica que le llegó al alma. Eguchi se había encaminado hacia esta casa secreta inducido por la curiosidad, pero sospechaba que hombres más seniles que él podían acudir aquí con una felicidad y una tristeza todavía mayores. El cabello de la muchacha era largo, probablemente para que los ancianos jugaran con él. Apoyándose de nuevo sobre la almohada, Eguchi lo apartó para descubrir la oreja. El cabello de detrás de la oreja tenía un resplandor blanco. El cuello y el hombro eran también jóvenes y frescos; aún no mostraban la plenitud de la mujer. Echó una mirada a la habitación. En la caja sólo había sus propias ropas; no se veía rastro alguno de las de la muchacha. Tal vez la mujer se las había llevado, pero Eguchi tuvo un sobresalto al pensar que la muchacha podía haber entrado desnuda en la habitación. Estaba aquí para ser contemplada. Él sabía que la habían adormecido para este fin, y que esta nueva sorpresa era inmotivada; pero cubrió su hombro y cerró los ojos.

Yasunari Kawabata, El palacio de las bellas durmientes.

UN AFEITADO FINÍSIMO

Ella le dijo que estaba mucho más guapo afeitado, así que él se afeitó, especialmente para ella. La tersa piel del rostro le brillaba con todo su esplendor cuando la fue a recoger aquella tarde y el aroma de la loción para después del afeitado era de lo más agradable. Vieron una película, tomaron un café en un sitio cualquiera y, a continuación, él la acompañó a casa en coche. Se trataba, al fin y al cabo, de un segundo encuentro, de manera que él no intentó nada y ni siquiera le sugirió subir con ella a su departamento. Antes de salir del coche ella le había dado un beso precipitado en la rojiza mejilla y él le había respondido con una tímida sonrisa sin devolverle el beso.
Se trataba de una chica por la que merecía la pena esperar pacientemente.
Pasaría un día, pasaría otro día, pero al final todo terminaría por llegar. Una película, un café, una película más.
Una puesta de sol, un par de veces al boliche y, finalmente, sería suya.
Ella le dijo que resultaba mucho más agradable afeitado porque sencillamente pelos de la barba le picaban por el cuerpo. Y es que, ahora que estaban juntos, ¿dónde iba a poner él la cara si no fuera en su cuerpo? A él ni siquiera se le podía ocurrir pensar en otro sitio mejor. Se afeitaba todos los días, incluso dos veces al día. Eliminaba los incipientes pelos antes siquiera de que les hubiera dado tiempo de asomar, de manera que la estimulada piel parecía estar ardiendo en medio de una especie de cálida rojez. También los dientes se los cepillaba constantemente: tres, cuatro, y hasta cinco veces al día. Subía y bajaba el cepillo, escupía en el lavabo y, a continuación, se enjuagaba bien con agua para eliminar la espuma blanca de la pasta de dientes. Después de todo eso se encontraba a sí mismo mucho más agradable, más estético, y una vez a la semana hasta se pasaba hilo dental por entre los dientes. A ella no le hubiera importado besarlo también sin que hiciera falta todo eso, porque lo amaba, pero no se podía esperar de ella que fuera a poner la lengua en un lugar que oliera mal o que estuviera sucio.
Ella le dijo que las cejas también le molestaban; resultaba difícil irse deslizando así, con los labios, por la pendiente de la frente para besarle los ojos. La cuchilla, al fin y al cabo, era la misma cuchilla, así que si ya, de cualquier modo, se afeitaba, ¿qué más le daba? Una vez al día, dos, a veces hasta tres. Y también empezó a usar el hilo dental con más asiduidad, hasta el punto de que se compró un rollo entero que, aunque no era más grande que una cajetilla de cigarrillos, tenía diecisiete metros de longitud. Y es que lo habían enrollado muy apretado, como los sacos de dormir, que se pueden reducir hasta el tamaño de una baguette. Aprovechó y compró también loción para después del afeitado, un frasco de litro, porque el viejo ya se lo había terminado.
Pasó el tiempo y ya llevaban dos meses viviendo juntos; él ocupándose exclusivamente de su higiene personal y ella de todo lo demás. Ni un solo vaso le pedía que lavara. Del pecho para abajo no tuvo necesidad de decírselo, porque él le captó enseguida la mirada. Y la verdad era que ya se afeitaba antes de cada comida, e incluso con mayor frecuencia, ¿qué más le daba depilarse entero? Incluso las pestañas, porque le picaban en la lengua a ella, que tanto lo amaba, y a la que él le gustaba lampiño, sin recovecos ni partes punzantes. Como todos los demás con los que se había encontrado en el suelo del salón, tan agradables y cómodos. Al principio había creído que se trataba de unos silloncitos rosados en forma de puf, porque muchas veces la había visto allí sentada tan feliz, de manera que también él se sentaba en ellos. Resultaban tan agradables y suaves. Les había preguntado cómo lo conseguían, y ellos se lo habían contado todo. Las partes punzantes eran por los huesos, pero había un tipo en Rosh Pina que los sacaba con toda facilidad, incluidos el cráneo y la columna vertebral. Ni siquiera dolía, a ella le resultaría mucho más agradable, y eso era, a fin de cuentas, lo único importante. Y es que la sonrisa de ella, cuando se sentaba encima, lo valía todo.

Etgar Keret, Extrañando a Kissinger.