Monday, January 22, 2007

EL AUTISTA

Nadie está a salvo del silencio. Por muchas palabras que pretendamos decir, al final éstas no expresan nada. Hablar es constituirse, establecer una presencia. La voz es la campanilla itinerante de un mudo. Creemos ser elocuentes mientras conversamos, cuando lo único que hacemos es acompañar el soplo del viento. ¡Qué mudez más absurda la de una telefonista! Mueve los labios sin gracia dentro de su cabina cerrada. Solo el ruido ilustra los grandes acontecimientos. Si alguien en verdad tiene algo que decir, que suelte la primera frase. Aprendemos a balbucir las sílabas una por una, a pronunciar el vocablo inicial —mamá— para luego ir hilvanando términos y oraciones, inauguración de las cuerdas vocales. Pero todo tiene su corolario. Existe el peligro que, de tanto charlar, se ingrese si más en el mutismo. Por consiguiente, no habría otra salida que convertirse en el muñeco maniatado por el ventrílocuo. Un gorrión es el simple eco de las ramas de un árbol.
El espacio donde habito carece de luz. Mis ojos ya se acostumbraron a las tinieblas. Las horas aquí ni siquiera son horas; apenas secuencias de un canturreo inútil. ¿Desde cuándo respiro esto? Los de afuera ríen, conversan, van de un lado a otro. Yo no quiero moverme, no deseo hablar. El tacto se ha vuelto mi mejor aliado. A cada momento voy descubriendo este universo oscuro. ¿Saldré alguna vez? Hay señales de vida en los rincones, aromas que se prestan a la corrupción. De cuando en cuando un golpecito en la frente. Después de todo, los de afuera aún no se han olvidado de mí. Pronto lo harán. El recuerdo de una oruga resulta un lujo para los que corren detrás de las mariposas. Pero correr así es imbécil, un juego de idiotas. Los trastos que se echan al olvido, son tal vez los que algún día nos salvarán.
Eso habría que advertírselo a todos ellos, aunque quizás ya sea demasiado tarde. La estupidez humana taladra los sentidos meticulosamente. Y así como se desechan los softwares caducos, así también nos excluirán por obsoletos. Tantas horas boquiabiertos ante los rayos de un monitor bastan para desaparecer. El pulso del mouse será tal vez el único acto digno del ejercicio psicomotriz. De esta manera, ¿quién nos asegura que no terminaremos acéfalos? Vemos el mundo a través de pantallas que aturden la visión, y sin embargo nos conformamos con esas imágenes cambiantes, con esas líneas movedizas. Habría que protestar, sentir cómo los nudillos se enrojecen luego de golpear contra las mesas. Pero no; el sedentarismo avanza frente a cualquier pronóstico. La ciudad de los paralíticos se avecina. ¿Tendríamos que prepararnos? A mí ya no me toca decidir, ahora que permanezco sumido en la oscuridad. Yo, que soy acaso el primero en morder el polvo, no tengo más que esperar la tierra de la redención.
Sería bueno deslizarme, cambiar de postura. Algunos de mis movimientos solo consisten en masticar y latir. Soy como el mono del que hablaba Ortega y Gasset. Podría dar vueltas y vueltas hasta quedarme dormido. Por lo demás, no hago otra cosa que recibir mi ración de aire todos los días. Cuando se cierren los conductos, habré de arañar las paredes. ¿Cuánto duraré? El tiempo es lo de menos estando en esta negrura. Cada uno tiene dibujado en la frente su propio destino. Si estoy aquí es porque mi naturaleza cumple su función a cabalidad, igual que la planta que se inclina por donde mejor le cae el sol. Son muy pocos tal vez los que comprendan esto, pero el cautiverio vale tanto, o más, que el confort de seguir transitando por las calles. Los de afuera no saben cuán tranquilo se está lejos de los horrores diurnos. La insensatez es el paraíso de los despojados.

Carlos Rengifo, Textos sueltos.

¿POR QUÉ ESCRIBES?

La pregunta que los escritores nos hacemos con más frecuencia, la pregunta preferida es, ¿por qué escribes? Escribo porque tengo una necesidad innata de escribir. Escribo porque no puedo hacer trabajos normales como lo hacen otras personas. Escribo porque quiero leer libros como los que escribo. Escribo porque estoy molesto con todo el mundo. Escribo porque adoro sentarme en un cuarto todo el día escribiendo. Escribo porque puedo participar de la vida real solamente si la cambio. Escribo porque quiero que otros, que todo el mundo, sepan qué tipo de vida vivimos, y seguimos viviendo, en Estambul, en Turquía. Escribo porque adoro el olor del papel, la pluma, la tinta. Escribo porque creo en la literatura, en el arte de la novela, más de lo que creo en cualquier otra cosa. Escribo porque es un hábito, una pasión. Escribo porque tengo miedo de ser olvidado. Escribo porque me gusta la gloria y el interés que escribir conlleva. Escribo para estar solo. Quizá escribo porque espero entender por qué me siento tan, tan molesto con todos. Escribo porque me gusta ser leído. Escribo porque una vez que he empezado una novela, un ensayo, una página, quiero terminarla. Escribo porque todos esperan que escriba. Escribo porque tengo una convicción infantil en la inmortalidad de las bibliotecas, y en la manera como mis libros están en el estante. Escribo porque es emocionante convertir todas las bellezas y riquezas de la vida en palabras. Escribo no para escribir una historia sino para componer una historia. Escribo porque quiero escapar de la sensación anticipada de que hay un lugar al que debo ir pero al que —como en un sueño—, no logro llegar. Escribo porque nunca he conseguido ser feliz. Escribo para ser feliz.

Orham Panuk, El maletín de mi padre.

EL CIELO ES EL LUGAR

César dijo que el cadáver se levantó cuando todos los hombres del mundo le rodearon, pero no estaban todos los hombres del mundo donde enterraron a Miguel. Él estaba junto a los otros muertos en un costado apartado del pueblo, donde solo había polvo, gravilla y nombres inscritos en piedras al borde de un sepulcro florecido.
Da las seis el ciego Santiago. Los visitantes se habían marchado, y el padre y la madre de Diego se habían ido a dormir. Solo estaban él, su libro, un libro, atrás un libro, arriba un libro, y Rita en el salón.
Rita creía que Miguel se había ido al cielo. Tenía un relicario con su foto sobre su falda franela. Cómo le iba yo a decir nonada. Hoy al tocarle el talle, mis manos han entrado en su edad.
—El cielo es el lugar para él —dijo ella—. Era demasiado bueno para este mundo.
Miró con incertidumbre por la ventana de la sala hacia la calle, como esperando que en un fastuoso carruaje pasara Miguel a bordo, sereno en su belleza inconsciente y noble, saludando y sonriendo, dirigiéndose feliz al lugar al que siempre había pertenecido. Si hay algo en él de amargo seré yo.
—Si así lo crees —respondió Diego, Rita tocó su relicario. Ha triunfado otro ay. Sus manos eran estrechas y minuciosas. Podía dar puntadas tan finas que parecían invisibles.
—Sin embargo, aún está con nosotros —dijo ella—. ¿No lo sientes? —y sujetó la cadena del relicario tan ala, como si fuera un rosario.
—Eso creo —respondió Diego. Rita pensaba que Miguel estaba en el relicario, en el cielo, y aún con ellos. Diego esperó que ella no creyera que él se alegraría de tener que lidiar con tantos Migueles.
—Qué extraña manera de estarse muertos —le dijo Diego. No había querido hablar como el libro pero no podía evitarlo cuando estaba excitado. Samain diría el aire es quieto y de una contenida tristeza.

David Abanto, Samain diría el aire es quieto y de una contenida tristeza.

CAPOTE CUENTISTA

¿Qué fue lo primero que usted escribió?
Cuentos. Y mis más desaforadas ambiciones aún giran alrededor de este género. Me parece que cuando es explorado con seriedad el cuento es la forma más difícil de escritura, y la que exige la mayor disciplina. Todo el control y la técnica que tengo los debo completamente a mi experiencia con este medio de comunicación.

¿A qué se refiere exactamente al decir «control»?
Me refiero a mantener una preeminencia estilística y emocional sobre el material. Llámelo algo precioso y olvídelo, pero creo que un cuento puede hundirse por un ritmo inadecuado en una frase —especialmente si se presenta cerca del final— o por un error en la organización de los párrafos, o incluso por la puntuación. Henry James es el maestro del punto y coma. Hemingway es un organizador de párrafos de primera clase. Desde el punto de vista del oído, Virginia Woolf nunca escribió una frase mala. No quiero decir con ello que yo practico lo que predico. Sólo trato de hacerlo, eso es todo.

¿Cómo llega uno a la técnica del cuento?
Puesto que cada cuento presenta sus propios problemas técnicos, obviamente no se pueden hacer generalizaciones al estilo de dos-y-dos-son-cuatro. Para encontrar la forma adecuada para tu cuento, simplemente tienes que descubrir la forma más natural para contar la historia. La forma de comprobar si el escritor ha adivinado la forma natural para contar su historia es la siguiente: después de leerla, ¿puedes imaginarla de manera diferente, o bien silencia a tu imaginación y te parece absoluta y final? De la misma manera como una naranja es algo definitivo. De la misma manera como una naranja es algo que la naturaleza ha hecho simplemente bien.

¿Hay recursos para mejorar la propia técnica de escritura?
El único recurso que conozco es el trabajo. La escritura tiene leyes de perspectiva, de luz y sombra, igual que la pintura o la música. Si naces conociéndolas, perfecto. Si no, apréndelas. Y entonces reacomoda las reglas para que se adapten a ti. Incluso Joyce, nuestro más extremo inconforme, era un espléndido artesano; él pudo escribir Ulises precisamente porque pudo escribir Dublineses. Demasiados escritores parecen considerar que escribir cuentos es una especie de ejercicio con los dedos. Bueno, en tales casos lo único que hacen es ejercitar sus dedos...

Truman Capote, Interviú en «The Paris Review».

EL VERBO MORIR

Recorrer una rayuela implica
Memorizar mil veces la entrada
Así
Se vuelve sublime el verbo morir
Il fout oublier
Tout peut s’oublier
Hay que olvidar
Todo se puede olvidar
Te sumerjo en un vaso de agua
De tus cabellos brotan orquídeas
Y pétalos arco iris
He dejado mi corazón sobre el tragaluz
Para intentar la purificación
Purificándome
Disecándome
Vedrino Lozano, Recorrer una rayuela.

Monday, January 08, 2007

NIÑA MALA

Convenía tener limpia la casa, levantarse temprano, no llegar pasadas las diez de la noche. El cuarto en el que habitaban era pequeño, pero entraba la luz lo suficiente como para verse las caras. Ella se adelantaba con las tazas de té y servía; la abuela la dejaba hacer observándola desde un rincón. Aplastada en la cama, simplemente dirigía los movimientos. Que se hiciera la loca, no era problema de nadie. Al fin y al cabo estaba en su derecho. Las manos frágiles que alguna vez le sirvieron para lavar ropa y manipular ollas ajenas, ahora tenían otro propósito: acopiar mercancía. Y solía hacerlo todos los viernes por la mañana, apenas abría los ojos, sorbiendo el té caliente que ella le alcanzaba. «Esto se lo llevas al Manotas», dijo, una vez armado el paquete con los envoltorios que ocultaba debajo del colchón. «Será por la tarde porque ahorita me voy con la China a la playa», dijo ella. «¡No me jodas!», estalló la abuela. «Primero haz el mandado y después te puedes ir a la mierda si quieres». «Pero tú me dijiste...», se quejó ella. «¡Nada! Necesito ese billete al toque —la abuela escupió hacia un costado—. Ni que te fueras a la punta del cerro, carajo».
Ella sabía que era inútil discutir, de modo que cogió el paquete y, antes de ir donde el Manotas, fue a buscar a la China. Eran uña y mugre, las únicas que compartían enamorado en sexto grado de primaria. En vez de tocar, le silbó bajo su ventana. La China apareció con el cabello alborotado. «Estamos piñas», dijo ella. «Mi abuela de mierda quiere que le haga ahorita su recado, así que iremos a bañarnos más tarde». «Okey, pasas por mí», dijo la China.
Ella asintió. La abuela siempre le malograba los planes. Emprendió la marcha sin muchas ganas, internándose en un pasaje que desembocaba en el conjunto de casas que iniciaba el verdadero camino hacia la vivienda del Manotas. Era buen cliente, pagaba sin chistar, no se hacía problemas porque sabía que en los colegios del barrio duplicaría su inversión. Para hacer más entretenido el trayecto, ella cogió al vuelo una tonada de Héctor Lavoe y fue cantando en su interior mientras atravesaba el vecindario. Se entretuvo con los perros desnutridos que le salían al paso, con los letreros de ofertas colgados en tienduchas y quioscos; a mitad del recorrido, sintió que alguien la seguía; un tramo más allá, el negro Cortijo se le acercó. «¿Y tu abuela?». «En mi casa». «¿Y qué haces por acá?». «Vagando». «Vas donde el Manotas, ¿no?». «Sí». «Dile de mi parte a ese huevón que me pague lo que me debe». «Dígaselo usted; no soy su recadera».
El negro Cortijo la zarandeó. «Mocosa de mierda, no te hagas la pendeja conmigo, ¿ah?». Ella sabía de sus mañas, de sus tropelías; cada vez que lo veía por la calle, se mantenía a buen recaudo. Estaba consciente de lo que era capaz, de lo que le había hecho a la China, por eso lo detestaba, le guardaba rencor. «Aunque, ahora que lo pienso, me has dado una buena idea», dijo el negro Cortijo, soltándola.
Ella se tocó el brazo adolorido y continuó andando. Menos mal que tenía el paquete bien oculto, porque de lo contrario seguramente el negro Cortijo se lo hubiera quitado. Avanzó otro largo trecho, cruzó calles sin pavimentar, subió una pequeña pendiente, rebasó quioscos, talleres, una tapicería. Al término de un cementerio de ómnibus herrumbrosos, se metió por un callejón que conducía finalmente a la casa del Manotas. Tocó la puerta de calamina; nadie respondió. Cuando iba a tocar de nuevo, el negro Cortijo le abrió y, ante su sorpresa, la metió a empellones dentro de la vivienda. «Bien, haz tu entrega», dijo. Ella vio a su alrededor y notó un desorden excesivo, fuera de lo común. «¿Y el Manotas?». «Salió; me ha encargado que reciba su pedido». «No es cierto», dijo ella. «¿Dónde está?». «Será mejor que me des el paquete de una vez...», el negro Cortijo comenzó a impacientarse. «No, quiero ver al Manotas», dijo ella. «¡El paquete, carajo!».
Ella siguió negando con la cabeza, hasta que el negro Cortijo se le fue encima. Empezó a palparla, a meter su mano bajo la vestimenta, en busca del ansiado paquete. Cuando lo encontró, sonrió satisfecho, mirándolo por ambos lados, sopesándolo, y sin soltar a la mensajera. «Ahí lo tiene, ¿no? Ahora suélteme», dijo ella. Pero el negro Cortijo no la soltó. Estaban tan pegados, sentía tan cerca el calor de su cuerpo, que se arrebató. A la fuerza, la volteó, le bajó las prendas de un solo tirón y la redujo sin piedad, babeándole al oído mientras ella chillaba con desesperación, aterrada con lo que estaba pasando. Un miedo infinito la colmó en aquel momento, sollozando por el terrible peso que la lastimaba; sin embargo, aun estando así sometida, la idea de luchar, de acumular valor y energía, no se apartó de su mente. De modo que cuando él aflojó un poco y descuidó la presión sobre los brazos entumecidos, ella, que había estado viendo qué objeto contundente tenía al alcance de la mano, cogió la plancha arrumada entre cachivaches y, de un certero golpe de media vuelta, la estampó en la cabeza del negro Cortijo. Como si un rayo le hubiera caído del cielo, éste no tuvo tiempo de reaccionar, ni siquiera de saber qué pasaba, yendo a parar de bruces, los ojos en blanco, contra el piso. Ella entonces comenzó a gritar, a tocarse nerviosamente el cuerpo. Corrió hacia la cocina, volvió con un cuchillo, miró al hombre tirado boca arriba con la bragueta abierta y, sin vacilación alguna, le cercenó el pene. La sangre que brotó con el primer corte no la amilanó en absoluto; al contrario, le infundió más valor para seguir adelante. Luego bajó sus pantalones, le dio vuelta y, mientras lo insultaba, mientras lo escupía y lo pateaba sin cesar, fue introduciendo un palo de escoba entre sus piernas. «Esto es por mí y por la China», dijo. No podía saber con certeza si la oía, pero tampoco le importó. Antes de abandonar la vivienda, recogió el paquete, se arregló la ropa y birló aun el dinero hurtado que el negro Cortijo tenía en los bolsillos.

Carlos Rengifo, Caperucita feroz.

UN CHARQUITO

Mi vida es un hoyito cavado en la arena de una playa por las manos de un niño novillero; un charquito minúsculo y maligno que deforma de arriba abajo la imagen de los señores que riñen a los niños novilleros, la imagen de los señores respetables que vienen a la playa e infestan los aires del mar —tan limpios, tan brillantes— con sus horribles olores de oficina. Así es mi vida, Catita, un charquito en una playa, ya ves tú que no puedo entristecerme. Me deshace la pleamar, pero otro niño novillero me cava otra vez en otro punto de la playa, y yo no existo por algunos días, y en ellos aprendo siempre de nuevo la alegría de no existir y la de resucitar. Y yo soy el niño novillero que cava su vida en las arenas de una playa. Y yo sé la locura de oponer la vida al destino, porque el destino no es sino el deseo que sentimos alternativamente de morir y de resucitar. El horror de la muerte para mí no es sino la certeza de no poder resucitar nunca, ese eterno aburrirme de estar muerto. ¡Ah, Catita, no leas libros tristes, y los alegres tampoco los leas! No hay más alegría que la de ser un hoyito lleno de agua del mar en una playa, un hoyito que deshace la pleamar, un hoyito lleno de agua del mar en que flota un barquito de papel. Vivir no es sino ser un niño novillero que hace y deshace su vida en las arenas de una playa, y no hay más dolor que ser un hoyito lleno de agua de mar en una playa que se aburre de serlo, o de ser uno que se deshace demasiado pronto. Catita, no leas el destino en las estrellas. Ellas saben de él tan poco como tú. A veces coincide el charquito de mi vida con la plomada de alguna de ellas, y a más de una la he tenido sincera y plena en mi gota de agua. Catita, las estrellas no saben nada de lo que atañe a las muchachas. Ellas mismas no son quizá sino muchachas con enamorado, con mamá y con dirección espiritual. Lo que tú descifras en ellas no son sino tus propias inquietudes, tus alegrías, tus tristezas. Las estrellas tienen, además, una belleza demasiado provinciana, yo no sé... demasiado ingenua, demasiado verdadera... Las pobres imitan la manera de mirar de vosotras. Tu estrella no es, sin duda, sino una estrella que mira como tú miras, y su parpadeo no es sino fatiga de mirar de una manera que nada tiene que ver con sus sentimientos. Catita... Catita, ¿por qué ha de estar tu destino en el cielo? Tu destino está aquí en la Tierra, y yo lo tengo en mis manos, y yo siento un terrible deseo de arrojarlo al mar, por sobre la baranda. Pero no. ¿Qué serías tú sin tu destino? Tu destino acaso es ser un charquito en una playa del mar, un charquito lleno de agua de mar, pero sí un charquito en que hay, no un barquito de papel, sino un pececito que arrojó en él una ola gorda y bruta.

Martín Adán, La casa de cartón.

AULLIDO FEMINISTA

Vivir en esta sociedad significa, con suerte, morir de aburrimiento; nada concierne a las mujeres; pero, a las dotadas de una mente cívica, de sentido de la responsabilidad y de la búsqueda de emociones, les queda una —sólo una única— posibilidad: destruir el gobierno, eliminar el sistema monetario, instaurar la automatización total y destruir al sexo masculino.
Hoy, gracias a la técnica, es posible reproducir la raza humana sin ayuda de los hombres (y, también, sin la ayuda de las mujeres). Es necesario empezar ahora, ya. El macho es un accidente biológico: el gene Y (masculino) no es otra cosa que un gene X (femenino) incompleto, es decir, posee una serie incompleta de cromosomas. Para decirlo con otras palabras, el macho es una mujer inacabada, un aborto ambulante, un aborto en fase gene. Ser macho es ser deficiente; un deficiente con la sensibilidad limitada. La virilidad es una deficiencia orgánica, una enfermedad; los machos son lisiados emocionales.
El hombre es un egocéntrico total, un prisionero de sí mismo incapaz de compartir o de identificarse con los demás, incapaz de sentir amor, amistad, afecto o ternura. Es un elemento absolutamente aislado, inepto para relacionarse con los otros, sus reacciones no son cerebrales sino viscerales; su inteligencia sólo le sirve como instrumento para satisfacer sus inclinaciones y sus necesidades. No puede experimentar las pasiones de la mente o las vibraciones intelectuales, solamente le interesan sus propias sensaciones físicas. Es un muerto viviente, una masa insensible imposibilitada para dar, o recibir, placer o felicidad. En consecuencia, y en el mejor de los casos, es el colmo del aburrimiento; sólo es una burbuja inofensiva, pues únicamente aquellos capaces de absorberse en otros poseen encanto. Atrapado a medio camino en esta zona crepuscular extendida entre los seres humanos y los simios, su posición es mucho más desventajosa que la de los simios: al contrario de éstos, presenta un conjunto de sentimientos negativos —odio, celos, desprecio, asco, culpa, vergüenza, duda— y, lo que es peor: plena conciencia de lo que es y no es.
A pesar de ser total o sólo físico, el hombre no sirve ni para semental. Aunque posea una profesionalidad técnica —y muy pocos hombres la dominan— es, lo primero ante todo, incapaz de sensualidad, de lujuria, de humor: si logra experimentarlo, la culpa lo devora, le devora la vergüenza, el miedo y la inseguridad (sentimientos tan profundamente arraigados en la naturaleza masculina que ni el más diáfano de los aprendizajes podría desplazar). En segundo lugar, el placer que alcanza se acerca a nada. Y finalmente, obsesionado en la ejecución del acto por quedar bien, por realizar una exhibición estelar, un excelente trabajo de artesanía, nunca llega a armonizar con su pareja. Llamar animal a un hombre es halagarlo demasiado; es una máquina, un consolador ambulante. A menudo se dice que los hombres utilizan a las mujeres. ¿Utilizarlas, para qué? En todo caso, y a buen seguro, no para sentir placer.
Egocéntrico absoluto, el macho se pasa la vida intentando completarse, convertirse en mujer. Por tal razón acecha constantemente, fraterniza, trata de vivir y de fusionarse con la mujer. Se arroga todas las características femeninas: fuerza emocional e independencia, fortaleza, dinamismo, decisión, frialdad, profundidad de carácter, afirmación del yo, etc. En otras palabras, las mujeres no envidian el pene, pero los hombres envidian la vagina. En cuanto el macho decide aceptar su pasividad, se define a sí mismo como mujer (tanto los hombres como las mujeres piensan que los hombres son mujeres y las mujeres son hombres) y se convierte en un travesti, pierde su deseo de fornicar (o de lo que sea; por otra parte queda satisfecho con su papel de loca buscona) y se hace castrar. La ilusión de ser una mujer le proporciona una sexualidad difusa y prolongada. Para el hombre, fornicar es una defensa contra el deseo de ser mujer. El sexo en sí mismo es una sublimación. Su obsesión por compensar el hecho de no ser mujer y su incapacidad para comunicarse o para destruir, le ha permitido hacer del mundo un montón de mierda.

Valerie Solanas, Manifiesto SCUM (fragmento).

MUÑECA TRISTE

Nuestra naturaleza tiende a expulsar el dolor, no a conservarlo. A los tres días de la muerte de T. pienso menos en ella y cuando lo hago no siento ya esa opresión en el pecho, en la garganta, esa opresión que de no dominarla se extiende rápidamente hacia la cara, deforma nuestros rasgos y se convierte en llanto. El dolor lo vamos echando por pequeños paquetes y sólo queda en nosotros el estupor, la indignación.
Una niña de ocho años, hermosísima, mimada, hija única de padres que la adoraban, padres inteligentes, hermosos también, de una posición holgada, que le garantizaban a su hija una vida que sería imposible predecir feliz pero sí provista de todas las cartas para que no fuera desgraciada. Y esta niña es súbitamente víctima de una enfermedad incurable. En un año, entre estadas y salidas del hospital, mejorías y recaídas, va perdiendo su belleza, sus cabellos, su vida, hasta convertirse en una muñequita triste, huesitos y piel transparente que, aterrada, no acierta a explicarse lo que le sucede, no comprende por qué antes corría, jugaba, saltaba por parques, playas y jardines con otros niños y ahora tiene que estar en ese cuarto de hospital, sin poder moverse de la cama, rodeada de enfermeras, de hombres vestidos de blanco que la observan, la palpan, la punzan y de sus padres que cada vez hablan menos, que envejecen cada día a su cabecera, que la miran convulsivamente, como algo que va dejando de ser suyo. Ignorante, inocente, está ya mordida por la muerte y un día, de pronto, ya no vuelve a ver a sus padres, ni el oso de peluche con que dormía, ni ese librito con figuras, ni la jeringa que temía, ni nada. Toda ánima, todo soplo la abandona, queda arrugada, hueca, vana, pura envoltura, como un globo de fiesta desinflado.
La última vez que la vi, antes de su entrada definitiva al hospital, fue en su casa. Ya entonces, a pesar de una leve mejoría, se diría que no vivía sino que mimaba la vida. Le habían comprado un disfraz de española. Encantada se lo puso y dio un paseo por la sala, representando así fugaz, vicariamente un papel de adulta, de una adultez que nunca llegaría.
¿Por qué nos aflige tanto la muerte de un niño? ¿No es acaso lo mismo morir a los ocho años que a los treinta o los cincuenta? No, porque con los niños muere un proyecto, una posibilidad, mientras que con los adultos muere algo ya consumado. La muerte de un niño es un despilfarro de la naturaleza, la de un adulto el precio que se paga por un bien que se disfrutó.

Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas.

CONFESIÓN

Niñas descalzas por la calle
andando por el horizonte
contigo
(y también sin ti)

creyendo
poseer (te)
con tu sol (edad)
sí, avanza
un paso
más
que da!

Esa sol (edad)
que no carcome mal
más bien
roe bien.
Tu oscuridad (variedades)
en esa platería
en ese pasar (o pesar?)
con tu lápiz
(alguna herramienta que manejes bien)

donde sea.
No importa con tu pesar irónico.
Tu aire tónico
hacia mí.


Gloria Ramos, Confesión alrededor del árbol completo.

Monday, January 01, 2007

PENÉLOPE

La tejedora espera a su amante en los aposentos privados, sus dedos hilan una mortaja de seda para el viejo Laertes, quien avista ya el umbral del cementerio. Puntada tras puntada, ella no urge a su labor —ni falta que le hace—, sumida en la reminiscencia de una armadura guerrera que la sedujo hasta el hechizo y la colmó de ensoñación. Entre sábanas y cortinajes, el tiempo se dilata, agoniza en el reloj de arena; pero el amante no llega, no asoma siquiera la luz de su espada, y con las sombras nocturnales que ya reptan desde el jardín los muros de la fortaleza —cegando a los centinelas, a los custodios miradores—, la tejedora, defraudada, deshace su lienzo bordado durante el día.
De flor y verbo, no hay hombre en la comarca que anhele su hermosura, y los ladinos pretendientes que intentan cortejarla, terminan con el ímpetu ahogado en una copa de vino. Nadie puede doblegar su voluntad, su fe inquebrantable; ella se mantiene firme, oyendo el rumor esperanzador de la naturaleza, mientras oculta la verdadera intención en el solaz tejido que le sirve de pretexto. No duda un solo instante, jamás la aurora ni el atardecer la sorprenden desalentada, pues sabe que el abandono no es digno de quien simboliza la soberanía de Ítaca. Una lágrima tal vez de puro tonta baja de cuando en cuando por su mejilla, un rictus aislado va a posarse en los labios al final de la jornada; sin embargo, aquellos gestos extranjeros no delatan ningún atisbo de impaciencia.
Los años transcurren, y el rito de las manos sobre el telar se repite a diario, naciendo con el sol y feneciendo bajo la luna el sudario del patriarca, y aunque algunas noches la embriaguez del deseo llena de inquietudes el vientre de la tejedora, su fidelidad logra vencer por encima de apetencias terrenales. Entonces, en la soledad del lecho, aborrece la guerra que detiene al amante, la guerra absurda desatada a la distancia que altera y perjudica los signos de la humanidad. Libre a la presunción, atizada por mensajeros que traen en el cansancio imágenes cruentas de la batalla, ella quisiera ayudar de algún modo a poner fin esa matanza, restañar las heridas de los que ofrendan el pecho por una causa celestial; mas solo atina a tejer y destejer el paño mortuorio, abocada al esfuerzo de hilvanar una esperanza, mujer altísima en su tejedura inútil, hypantria cunea entrelazando el camino de la dicha venidera.
Como nada puede ocultarse de los ojos inquisidores, una criada descubre su estratagema, y ella se ve obligada a culminar el telar (lo cual es la tácita aceptación de unas segundas nupcias), hasta que un día de avisos reales, cuando en los pasillos del alcázar un corro de pretendientes discute quién será el elegido, el amante asiste por fin al encuentro, cumple la cita largamente esperada, aunque viene travestido de bohemio y, al grito de ¡evohé!, mata a los pretendientes en un arranque de incontenible furor. Acabada la carnicería, el amante señala con su espada una frontera, a partir de la cual ya nada volverá a ser igual que antes. Avanza enseguida hacia su fiel damisela, a quien coge del talle y conduce a la alcoba, y sobre el lecho inmaculado que ha aguardado tanto tiempo por él, Ulysses inventa un nuevo paraíso en el cuerpo de la amada, una novedosa orgía que explora los límites y horizontes más inaccesibles de la piel, bebiendo a bocanadas el néctar de la tejedora leal, cuyos resuellos y gemidos aún se dejan escuchar en la lejanía.

Carlos Rengifo, La Tejedora.

MUERTE

La ventana se abre sobre los tejados y chimeneas. La buhardilla es estrecha, el menaje pobre, alegre, gustoso. La mujer juega con su marido, ríe, se desliza, le quiebra. El hombre la cerca, la busca, impaciente. Ella, de un salto, se encarama y sienta sobre el barandal del balcón del séptimo piso, las manos bien cogidas al hierro horizontal, las posaderas un tanto salidas hacia fuera. Las faldas se le sobresuben hasta las rodillas descubriendo una liga verde. De pronto, le giran las muñecas, se desfonda, cae hacia atrás horriblemente desfigurada, se hunde. El hombre se precipita hacia el balcón. La mujer va cayendo en el vacío, solo se ven las faldas negras, las piernas claras circundadas, más allá de las corvas, por las ligas verdes. El hombre la ve caer, la ve inmóvilmente caer; la ve caer para toda la vida. La ve llegar al suelo y quedarse allí abajo igual que caía por el aire: la falda negra, las medias pajizas, las ligas verdes. Un instante cree que sueña, que ella se va a levantar, que no ha pasado nada; va a gritar. De repente piensa que, si lo hace, creerán que fueron él o ella: crimen o suicidio. Seguramente se va a levantar. No pasa nadie por la calle. De pronto, de la acera que no ve, surge un hombre que coge a la mujer por los sobacos y la arrastra. Queda una mancha roja, oscura, brillante, enorme. El hombre, el nuestro, baja hundiéndose, cayendo escaleras abajo, de un golpe.

Max Aub, Cuentos.

TENTACION DEL ESCRITOR

Haber escrito algo que te deja como un fusil disparado, todavía sacudido y requemado, vaciado de ti mismo, donde no solo has descargado todo lo que sabes de ti mismo, sino también lo que sospechas y supones, y los sobresaltos, los fantasmas, lo inconsciente —haberlo hecho con larga fatiga y tensión, con cautela de días y temblores y repentinos descubrimientos y el entumecimiento de toda la vida en aquel punto; darse cuenta de que todo esto es como si nada, si una señal humana, una palabra, una presencia no lo acoge —lo calienta— y morir de frío —hablar en el desierto— ser solo noche y día como un muerto.

Cesare Pavese, El oficio de vivir.

SU HORA

Un lunes por la mañana, al amanecer, se oyeron gritos de socorro y disparos. Intentaban averiguar en qué piso había sucedido; oyeron los gritos, e intentaron recordar de quién era la voz —un poco difícil, pues el número de inquilinos en esta casa es muy grande, y además no trataban estrechas relaciones los vecinos entre sí—; por fin se oyó claramente —afirmaba la mayoría— cómo dos personas bajaban apresuradamente la escalera. Por fin se atrevió alguien a salir de su estupor y echarse la bata sobre los hombros para identificar al hombre que, tropezando y cayendo de escalón en escalón, se arrastraba hacia una puerta a medio abrir. Es el señor del tercero el que se arrastra; en realidad le ha tocado a él; la muerte ha venido a despertarlo; su camiseta está roja; la sangre le corre bajo el pantalón del pijama hasta los pies descalzos; se le ha encontrado moribundo; tropieza y se desploma contra la pared y la escalera; quizá las balas —eran seis o cinco; en todo caso, muchas— le han alcanzado en la cara; no grita ya, solo tose y va de una pared del vestíbulo a la otra y rueda por las escaleras; encuentra de nuevo fuerzas para levantarse; es espantoso ver cómo abre la boca ensangrentada bruscamente; quizá quiere indicar los nombres de los asesinos; sí, eran dos; todos saben que eran dos; todos lo han visto, y nadie se ha atrevido a sacar la cabeza por la puerta medio abierta e identificarlos; tenían las pistolas aún en las manos, y balas suficientes para los curiosos; es claro que hubieran disparado como a conejos a aquellos que se hubieran atrevido a mirarlos; eran asesinos; los asesinos matan a cualquiera que sea testigo de sus atrocidades; eran asesinos pagados, posiblemente con máscaras en el rostro. Es horrible ver cómo el hombre intenta una y otra vez guardar el equilibrio agarrándose al pasamanos; se enfurece contra las puertas semiabiertas; se retuerce de nuevo sobre el umbral; cae de cabeza y, por fin, queda inmóvil en un lugar que invitaba a todos los vecinos de la casa a salir de puntillas de sus puertas, acercarse al cadáver ensangrentado y proferir gritos histéricos.

Vagelis Tsakiridis, Protocolo 41.

LA CENIZA

La ceniza, dicen que es la ceniza del brasero, pero no es la ceniza, es mi novia, la ceniza de mi novia, la ceniza es mi novia que tengo aquí guardada en esta cajita de color crepúsculo de otoño, porque yo quemé a mi novia salvándola de las ratas y los gusanos, salvándola de la descomposición de los cuerpos enterrados, porque nacer y morir son dos palabras, pero enterrar a las personas es algo muy sádico, y ella tenía miedo de ser enterrada y yo la quemé antes de morir porque el cáncer la hacía sufrir mucho y le di un largo beso que no le sirvió para nada y muchas pastillas que la durmieron y cuando estaba dormida la rocié bien con gasolina y le prendí fuego y su llama era azul, intensamente azul, más azul que todos los poemas de mi amigo, más azul que todos los cielos del mundo, y cuando llegaron los hombres y las leyes y la civilización; cuando llegaron los hombres del «esto se hace y esto no se hace» me encontraron recogiendo la ceniza que besaba gota a gota hasta llenar con ella la cajita, esta cajita donde canta la ceniza de mi novia como la alondra que cantaba en los lejanos campos de mi infancia.

Manuel Pacheco, Diario del otro loco.

DUENDECILLOS

Cuando cruzaba el Pasamayo
duendes
invadieron
el bus
abrieron la botella de champagne
que traía el más gordito
el de color naranja
entusiasmados cantaban sinfonías hechizadas
un piano gris recorría el bus
jugaban con sus teclas argentadas
preguntaban a cada pasajero
su nombre y apellido
creaban rimas con ellos
y se burlaban de los nombres extraños
el bus volaba sobre el mar perfecto
de las seis de la mañana
tranquilo
divino
brillante
Pacífico
los duendes saltaban al mar
y jugaban en sus olas
con sus manos muy rojitas
hacían hoyos en el agua
y extraían pececitos
con sirenas enamoradas
de sus locuras verdirrojas de cada mes de marzo
cuando tienen permiso de sus padres
para ir a la tierra a fastidiar a los humanos
luego se sentaron sobre el bus
y bailaron cascanueces con las sirenas
los pececitos aplaudían embelesados
por la ternura del momento
después nos miraron por las ventanas
y empezaron a reirse de nuestras caras embobadas
con aires de miedo
el más travieso el gordito de color naranja
nos hacía muecas y mostraba el rabito
con colita de conejo
luego saludaba con su sombrero de paja
a cada uno de los pasajeros y nos daba caramelos
en forma
de luna y cielo
ola y tierra
era el momento más divino que hasta ahora había vivido
siete de la mañana el bus volvió a la ruta
los duendecillos se despidieron y nos dejaron sus e-mails
los muy bandidos tenían la clave secreta
de cada uno de nuestros correos
miré por la ventana el gordito de color naranja
se despidió con un beso y me invitó a su cumpleaños
en el mes de marzo
del año 10006
te estaré esperando me dijo
aquí en el Pasamayo a las seis de la mañana
trae tus poemas
yo te daré mis caramelos
y la magia de los duendes.

Eva Velásquez, Duendes en el bus.