Friday, October 20, 2006

DIANA Y EL OSO

Siempre que Diana pisaba la casa de sus abuelos, lo primero que hacía, antes de atravesar la sala de mesitas vidriadas, era preguntar por el Oso que solía andar en el jardín. «¿Dónde está el Oso?», quería saber. Pero como ahí nadie entendía de qué hablaba, ella misma iba a buscarlo, llamándolo con voz de trompeta, abriendo la puerta de los armarios y viendo debajo de los muebles, hasta que por fin lo encontraba, generalmente en el cuarto del fondo, entre cachivaches y cosas inútiles que los abuelos tiraban como trastos inservibles, haciendo de éste un improvisado cuarto de entretenimiento.
Apenas lo descubría, a Diana le brillaban los ojos, se ponía a saltar, a correr de un lado a otro, porque con el Oso todo era alegría y diversión. Lo cogía de la mano y lo llevaba a pasear, o se la pasaba jugando con él sentada en el piso de losas ajedrezadas, invitándole caramelos, contándole de sus amiguitas en el colegio. Cuando la abuela la llamaba para almorzar, ella no quería abandonar al Oso, pues pensaba que se iba a poner triste, de modo que le encargaba su mochila llena de sorpresas para que se distrajera mientras volvía.
A su retorno, le traía parte del postre que no había acabado en la mesa, prometiéndole que, si se lo terminaba todo, podían ver juntos televisión. A Diana le encantaba ver televisión, aunque con el Oso era un lío porque a veces a él no le gustaba Nickelodeon y prefería más bien Animal Planet, y ambos terminaban peleando por el control remoto. Ella se molestaba y se iba a jugar sola, refunfuñando, al jardín; pero el disgusto le duraba apenas unos minutos porque al poco rato volvía y nuevamente estaban juntos, riéndose de las travesuras interminables de Angélica en las caricaturas de Los Rugrats.
Era una pena que el Oso no pudiera hablar, ya que entonces podría haberle contado a Diana cómo era el mundo de los Osos; sin embargo, a ella le bastaba verlo a su lado para sentir que lo conocía bien, pese a que el Oso solo levantaba la oreja para oír. Terminado el día de visita a la casa de los abuelos, cuando llegaba la hora de marcharse, Diana se iba un poco apenada, pensando en lo mucho que extrañaría al Oso, pero se aliviaba de inmediato al saber que en su próxima visita nuevamente lo vería.
Ahora que el tiempo ha pasado y Diana se ha convertido en una adolescente de piernas largas, el Oso ya no merodea por el jardín ni se oculta en el cuarto del fondo, y se ha ido más bien de la casa de los abuelos sin que nadie se dé cuenta, arropado en su abrigo de Oso y buscando a otras Dianas que lo cobijen en sus cuartos de entretenimiento.
Diana, que ha dejado de preguntar por él, durante las visitas que realiza a sus abuelos, a veces siente que algo le falta, que algo ha perdido en los pasillos y habitaciones de la casa, mientras se ubica en la sala con sus jeans y sus zapatillas de pasadores rebeldes y habla de piercings en el ombligo y de tatuajes sobre la piel, en una monserga juvenil donde no hay cabida para el pelambre de ningún Oso.

Carlos Rengifo, Textos sueltos.

ESQUELETISMO

El esqueleto es otro señor que nada tiene que ver conmigo, el esqueleto vive su vida, va por dentro y no sale ni en las radiografías. Al esqueleto le gusta comer, hacer gimnasia, sentarse y levantarse, cruzar mucho sus huesos, para que se vea lo ágil que es. A mí, por el contrario, me gusta hacer el amor, pensar, pasear despacio, ponerme ropas de moda, cosas en las que el esqueleto no participa y que no le divierten nada. Habla el poeta del hueso al que el amor no llega. Al hueso no llega el amor, ni la risa, ni el placer ni la lectura. El esqueleto es un tío austero, un vegetariano que no está nunca de acuerdo con mis dispendios y mis fornicaciones.
Al final, el esqueleto se sale con la suya y tiene razón por un rato, pero en seguida advierte que su esqueletismo no sirve para nada y que se va a pasar la vida, toda la eternidad, dando vueltas, inquieto, entre sábanas de tierra, y perdiendo huesos, muchos más huesos de los que tuvo en vida, como cuando perdemos los botones del pijama, en el lecho.

Francisco Umbral, Mis paraísos artificiales.

LA CABEZA DE UN CADÁVER

Era un verano extraño, sofocante, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg, y yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York. Les tengo manía a las ejecuciones. La idea de ser electrocutada me pone mala, y eso era lo único que se podía leer en los periódicos, titulares que como ojos saltones me miraban fijamente en cada esquina y en cada entrada al Metro, mohosas e invadidas por el olor de los cacahuetes. No tenía nada que ver conmigo, pero no podía evitar preguntarme qué se sentiría al ser quemado vivo de la cabeza a los pies.
Pensé que debía de ser la cosa más terrible del mundo.
Seguí oyendo hablar de los Rosenberg por la radio y en la oficina hasta que ya no pude apartarlos de mi mente. Era como la primera vez que vi un cadáver.
Durante semanas, la cabeza del cadáver —o lo que quedaba de ella— flotó entre los huevos con tocino de mi desayuno y detrás del rostro de Buddy Willard, principal responsable en principio de que lo hubiera visto, y no tardé en tener la sensación de llevar conmigo la cabeza del cadáver atada con una cuerda, como una especie de globo negro sin nariz que hediera a vinagre.

Sylvia Plath, La campana de cristal.

CON LA FRENTE EN ALTO

El combate

A trompicones canto.
Me pegan
y salgo y canto
más fuerte y aún más alto.

Es una forma de saber
quién se cansa primero.


Advertencia

No es que me queje.
No quiero
ni debo quejarme.

Solo pido ahora
cuando me apunte
su fusil
el enemigo sepa
que también yo puedo apuntarle.


Canción

Si vienes por la tierra del centro agreste,
un día, si vienes a la tierra donde nace florecido ya el cactus
y el polvo se cuece entre arbustos;
me verás, yo te aseguro, me verás.
Con mi andar lento, amigo, amiga, dejando que la luz
del sol, aquí solidificada, se una en mis carnes desnudas.

Dicen que mi mirada es triste, por incendios de pasión,
y dentro de mis ojos estallan tormentas quietas:
si vienes y ves a un hombre que parece triste
y en sus ojos anida la quietud del tornado,
sabrás que me has hallado.

Si llegas a esta tierra, viajero,
de iglesias y de amores tempestuosos,
frente a un sauce que llora,
rodeado de pájaros repletos de plumas encendidas, me hallarás.


Feliciano Mejía, Tiro de gracia.

EPISODIO DEL ENEMIGO

Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en sus viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.
Me incliné sobre él para que me oyera.
—Uno cree que los años pasan para uno —le dije—, pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.
Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.
Me dijo entonces con voz firme:
—Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso.
Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir:
—En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.
—Precisamente porque ya no soy aquel niño —me replicó— tengo que matarlo. No se trata de una venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
—Puedo hacer una cosa —le contesté.
—¿Cuál? —me preguntó.
—Despertarme.
Y así lo hice.

Jorge Luis Borges, Prosas.

Wednesday, October 18, 2006

LOS LABIOS


Si te fijas bien en los labios de Angelina Jolie, pronto descubrirás que no son de este mundo, que han sido hechos solo para ella, para adornar su faz con el beso de una flor encarnada. No son los típicos labios gruesos que inducen al mordisco o al vulgar besuqueo, tampoco la amplia y golosa boca de la que se espera una magnífica fellatio. Sus labios te motivan, te alteran la vida, despiertan en ti la vena contemplativa de la belleza sensual, con tan solo mirarlos y saber que se mueven, que sonríen y que a veces son acariciados y humedecidos con la punta de la lengua. Conociendo las licencias sexuales que esta actriz se da, cada vez que se hospeda en un hotel, no es remoto pensar que estos labios son accesibles para cualquier mortal, lo que enciende aún más la llama de tu adoración y te lleva a desearlos cual si fueran un festín, seas hombre o mujer.

Carlos Rengifo, Prosas impúdicas.

Tuesday, October 17, 2006

LA BAILARINA

Bailaban maravillosamente juntos, evolucionando de un lado a otro de la pista a los eróticos ritmos del tango, a veces del vals. A la edad de veinte y veintiún años, respectivamente, Claudette y Rodolphe se hicieron amantes. Quisieron casarse, pero su empresario consideró que resultaban más excitantes para los clientes si no estaban casados. Así que permanecieron solteros.
La sala de fiestas donde trabajaban se llamaba «El Rendez-vous» y era conocida entre cierta clientela de hombres maduros y gastados como una cura eficaz contra la impotencia. Basta con ir a ver bailar a Claudette y Rodolphe, decían todos. Los periodistas, intentando poner un poco de picante en sus columnas, describían su número como sadomasoquista, porque a menudo parecía que Rodolphe iba a estrangular a Claudette. La asía por la garganta y avanzaba, doblándola hacia atrás, o retrocedía —daba igual— manteniendo su presa, sacudiéndola a veces por el cuello, de tal modo que su pelo se agitaba furiosamente. El público contenía el aliento, suspiraba y contemplaba fascinado. La batería de la banda de tres músicos sonaba más alta e insistente.
Claudette dejó de acostarse con Rodolphe porque pensaba que la privación estimularía su apetito. Le resultaba fácil excitar a Rodolphe mientras bailaba con él, para luego abandonarle con un movimiento rusco, haciendo mutis acompañada por los aplausos y, en ocasiones, las risas de los espectadores. Bien ajenos estaban al hecho de que le abandonaba de verdad.
Claudette era caprichosa y no tenía verdaderos planes, pero empezó a salir con un hombre barrigudo llamado Charles, de buen carácter, generoso y rico. Hasta se acostó con él. Charles aplaudía con fuerza cuando Claudette y Rodolphe bailaban, él rodeando con sus manos el grácil cuello blanco, ella doblada hacia atrás. Charles podía permitirse el lujo de reír. Se la iba a llevar a la cama luego.
Como sus ganancias iban unidas, Rodolphe le planteó el asunto a Claudette: o dejaba de ver a Charles o él no volvería a actuar con ella. O, por lo menos, no actuaría con las manos alrededor de su garganta, como si fuera a ahogarla en un exceso de pasión, que era lo que venían buscando los clientes. Rodolphe lo decía en serio, así que Claudette prometió no acostarse más con Charles. Cumplió su promesa. Charles se distanció; raras veces se le veía por «El Rendez-vous»; en esas ocasiones andaba triste y abatido y, finalmente, no volvió más. Pero Rodolphe se fue dando cuenta poco a poco de que Claudette estaba viéndose con dos o tres hombres. Empezó a dormir con ellos y el negocio prosperó más que con el rico Charles, quien, después de todo, era un solo hombre, con sólo un grupo de amigos a los que poder traer a «El Rendez-vous».
Rodolphe le pidió a Claudette que terminara con los tres. Ella se lo prometió. Sin embargo, ellos, o sus mensajeros con noticias y flores, continuaron frecuentando el camerino todas las noches.
Rodolphe, que no había pasado una noche con Claudette desde hacía ya cinco meses, pero cuyo cuerpo se apretaba contra el suyo cada noche ante los ojos de doscientas personas... Rodolphe bailó un tango magnífico una noche. Se apretó contra ella como de costumbre y ella se inclinó hacia atrás.
—¡Más! ¡Más! —gritó el público, hombres en su mayoría, cuando las manos de Rodolphe oprimían la garganta de ella.
Claudette siempre fingía sufrir, amar a Rodolphe y sufrir a manos de su pasión durante la danza. Esta vez no se levantó cuando la soltó. Ni él la ayudó, como solía hacer. La había estrangulado, con tanta fuerza que ella no pudo gritar. Rodolphe salió del pequeño escenario y dejó a Claudette allí para que otros la recogieran.

Patricia Highsmith, Pequeños cuentos misóginos.

LA LLAMADA

Aquel papel se encarnizó conmigo. La noche estaba sola. Los mismos serenos habían abierto un portal y se habían metido en él.
En aquella soledad y en aquel oscurantismo, el papel que me perseguía no era, como otras veces, ese papel que, aunque nos persigue como un perro, se queda de pronto en el remolino de los otros perros. Aquel papel me seguía de un modo ruidoso, seco, con arranques que me asustaban a ratos cuando ya me había olvidado de él.
A veces se retrasaba y parecía quedar muerto y aplastado contra el suelo; pero de nuevo, como si aquello no lo hubiese hecho sino por descansar, salía en mi persecución. ¡Cómo rodaba aquella masa cuadrada! Las puntas de su cuadrado era como las patas que iba poniendo en el suelo, e imitaban el salto cada vez que iniciaba una vuelta.
Iba preocupado por el papel y sus carreras, así como se preocupa uno de la taba, a la que constantemente se da con el pie y a la que se lleva muy lejos.
El danzarín papel relucía al pasar ante los faroles, y se veía entonces que no era un pedazo de periódico, sino una carta escrita.
Juro que sobre todo al volver las esquinas y ver que el papel volvía las esquinas, sentí lo sobrenatural que era aquello. Aunque yo procuraba dar esquinazo al papel, el papel, como una bicicleta, daba las vueltas ceñidas y ágiles a las esquinas.
Fatigado, me senté en un banco público, y el papel, tirado y quieto, se quedó a mi lado. Parecía un papel que yo había dejado caer y olvidado a mis pies.
—¿Lo cojo? —pregunté.
Pero yo, que soy enemigo de las supersticiones, no quería incurrir en la de creer que aquel papel decía algo, con sentido, dirigido a mí. Se reiría hasta el mismo papel de ver que yo buscaba en él alguna llamada o alusión.
Por fin, me incliné sobre el suelo y lo alcancé.
«Secuestrada hace veinte años; hasta ahora no he podido pedir socorro de alguna manera.–Isabel».
Ya me explicaba la insistencia del papel, que era el papel de la secuestrada hace veinte años, es decir, el papel que no tenía más remedio que buscar al salvador, el papel lleno de ansiedad, de angustia, de deseo de auxilio.
—Bueno... Pero ¿dónde? —me pregunté y pregunté disimuladamente al papel.
Nada. No me podía acordar dónde comenzó a seguirme el papel. Lo dejé en el suelo para ver si me guiaba de nuevo, pero una ley que no pueden contravenir los papeles es ir contra el viento. Por eso el papel se quedó quieto, pegándose al banco como una etiqueta de facturación al baúl en que la pegan.
Comencé a desandar el camino, y al cabo de un rato estaba completamente desorientado, y aunque de nuevo procuré orientarme, no pude encontrar el punto de origen en la partida del papel extraño.
La pobre secuestrada de hacía veinte años, que no había podido pedir socorro nunca, ya no encontraría medio de poder lanzar un segundo papel y morirá secuestrada.

Ramón Gómez de la Serna, Caprichos.

EL NIONENA


Muchas veces he conseguido jugar con los perros de los pueblos, como perro con perro. Y así la vida es más vida para uno. Sí; no hace quince días que logré rascar la cabeza de un nionena (chancho) algo grande, en San Miguel de Obrajillo. Medio que quiso huir, pero la dicha de la rascada lo hizo detenerse; empezó a gruñir con delicia, luego (¡cuánto me cuesta encontrar los términos necesarios!) se derrumbó a pocos y, ya echado y con los ojos cerrados gemía dulcemente. La alta, la altísima cascada que baja desde la inalcanzable cumbre de rocas, cantaba en el gemido de ese nionena, en sus cerdas duras que se convirtieron en suaves; y el sol tibio que había caldeado las piedras, mi pecho, cada hoja de los árboles y arbustos, caldeando de plenitud, de hermosura, incluso el rostro anguloso y enérgico de mi mujer, ese sol estaba mejor que en ninguna parte en el lenguaje del nionena, en su sueño delicioso. Las cascadas de agua del Perú, como las de San Miguel, que resbalan sobre abismos, centenares de metros en salto casi perpendicular, y regando andenes donde florecen plantas alimenticias, alentarán en mis ojos instantes antes de morir. Ellas retratan el mundo para los que sabemos cantar en quechua; podríamos quedarnos eternamente oyéndolas; ellas existen por causa de esas montañas escarpadísimas que se ordenan caprichosamente en quebradas tan hondas como la muerte y nunca más fieras de vida; falderíos bravos en que el hombre ha sembrado, ha fabricado chacras con sus dedos y sus sesos y ha plantado árboles que se estiran al cielo desde los precipicios, se estiran con transparencia. Árboles útiles, tan bárbaros de vida como ese montonal de abismos del cual los hombres son gusanos hermosísimos, poderosos, un tanto menospreciados por los diestros asesinos que hoy nos gobiernan.

José María Arguedas, Primer diario.

LAS LÍNEAS DE LA MANO


De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para descubrir que la línea continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada en un diván y por fin escapa de la habitación por el techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguirla a causa del tránsito, pero con atención se la verá subir por la rueda del autobús estacionado en la esquina y que lleva al puerto. Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y repta y zigzaguea hasta el muelle mayor y allí (pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase, salva con dificultad la escotilla mayor y en una cabina, donde un hombre triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hasta el codo y con un último esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que en ese instante empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola.

Julio Cortázar, Material plástico.

Sunday, October 15, 2006

SIN SALIDA

Desde lo alto del tejado, Casandra se sintió tan pequeña, tan frágil y temblorosa, que cerró los ojos para tapar la realidad. Pero el viento soplando contra su cuerpo le hizo reparar que era víctima de una equivocación. Volvió a mirarse, indignada, y quiso gritar al cielo su enérgica protesta; pero solo abrió la boca sin que del fondo de la garganta surgiera a voz que esperaba. Con angustia, con íntima desesperación, se detuvo sobre la cornisa, sabiendo de antemano que debía repetir aquel acto que acabó su última forma de vida.
Si, como sospechaba, era cierto lo que decían acerca de los de su especie, ella tendría que hacerlo siete veces para enterarse por fin qué otro perfil le deparaba el destino. Sin embargo, esto no la contuvo; era como dar vueltas interminablemente a un manubrio, algo que siempre había hecho y que haría también en la fase ulterior. Entonces, ya resignada, inclinó lentamente la cabeza y mientras caía apenas si pudo soltar un apagado maullido.

Carlos Rengifo, Cuentos pigmeos.

OJOS LÍQUIDOS


Había alcanzado desde hacía poco la mayoría de edad, cuando de la noche a la mañana me di cuenta de que no sabía hacer un ademán o pronunciar un discurso, dentro del cual, como el gusano en el fruto, no se anidara, por así decirlo, una “reserva mental”. Acariciaba a una mujer y entretanto pensaba: ¿Y luego? Era aplaudido por la elegancia de un traje, por la finura de un dicho, y sonreía, me ruborizaba... pero no sin que algo fastidioso me corriera debajo de la piel, una especie de insidia de los nervios, un escalofrío infinitesimal del pensamiento, que no lograba volverse concepto, sino sólo parecía coagularse en pedazos inertes de duda.
Ella tenía los ojos más negros que jamás hubiera visto. Dos piedras líquidas y tenebrosas, hasta donde es posible que la inercia más mineral se conjugue con la más húmeda languidez. Ojos que se veían pasar en un instante de un simulado letargo a un ataque fulminante, asomándose bajo la visera de las larguísimas pestañas con el serpentear de un reptil que asalta el alimento.
¿Qué todo haya sido un sueño mío? ¿Qué aún esté soñando? Como si tuviera en el puño el cordón de un gran telón de tela, siento que el corazón me late en la garganta, llenándose de una furiosa, irracional felicidad... ¿O si en lo oculto de un alfabeto sobrehumano el Omega de tinieblas donde me precipito fuera el Alfa de una luz eterna?
Lo sabré dentro de poco y en el mismo instante ya no sabré saberlo. Cuando, apretado el fusil entre las piernas, con el pie en el gatillo y el cañón en los labios, la frente envuelta en la blanca bandera, oiré como un grito de Dios el ruido del disparo en el silencio del universo.

Gesualdo Bufalino, Las tretas de la noche.

HOY DÍA

Hoy he sentido el calor del sol invadiendo mi tris tezabia, al sol triturando mi maleza, al sol rotando de mi cabeza a los pies, así el aire que ha rozado, que roza hoy mis piernas me indica que este tiempo será morboso: frío y morboso. Algo parecido escribió Santiváñez con el sopor del estío “El tiempo que viene va a ser maldito”. Me siento como un ser que no siente nada y, sin embargo, ahí tengo la sensación de vacío metido dentro. ¿Quince, veinte, treinta, cuarenta años de vacío? La literatura ya no calma, la lectura no sosiega, la escritura es vana y maldita, la vida es tan doméstica que ésta ni se llega a tragar. Así me sorprenden estos amaneceres, estos autos en ruta, estas caras que viajan como yo de un lugar a otro, cada uno con su propio vacío, cada uno con su propia muerte a cuestas, todo prolongación de todo. Todo suspensión de todo: Carl no baja a Centromin, Karry, Chaclacayo y el poeta de los niños en espera, El arquitecto y Puruchuco en espera, Elmo y el vídeo en espera, David no aparece para la fiesta del corazón rojo y humeante, Teófilo de vez en cuando una chela, que es como decir “de vez en cuando viene bien (m)dormir”. Fernando el narrador, ausente, el Fer jalador, ausente y yo ahí, clavado como cada viernes en la mesa del bar, casi rutina de borracho. Si escribo esto es por desidia, pero nada ampara más al ocioso en su poca escritura que su propia validez de no querer ser nada, ¿se puede desear ser eso? Claro que sí. Libre albedrío. Se requiere mucho más esfuerzo para no escribir que para escribir. Para qué sendos libros, para qué novelas, para qué poesía, para qué luchar por un lugar que no existe. O que existe, pero que es insignificante. ¿Talento? A otro con ese hueso. El hombre solo sólo escribe según su naturaleza y su interés y de esto y de aquello los poetas saben mucho. Saben cómo voltear la mirada hacia atrás y hacerse el tercio. O el pendejo que una vez dijo una cosa y luego se desdice. Hoy en día es más fácil no quedar mal con nadie, respirar hondo, hincharse el pecho y hablar de uno mismo con pasión frugal. O esa doble moral de hoy por ti, mañana por mí. Ese lado del poder no lo entiendo. Oh, poder, divina gloria, franela que hay que mantener caliente y dispuesta. Ya casi no escribo, tampoco me esfuerzo. Con esto no tranzo. Las cosas que vienen, se van. Y si cada día es más difícil vivir, ahí quiero estar, dual. De día para vivir y de noche para sobrevivir.

César Avalos, Voz del e-mail.

HISTORIA DE UNA CONVERSIÓN


Busco en mi biblioteca Madame Bovary, en la edición de bolsillo de 1972. Hay dos prefacios, el de un escritor, Henry de Montherlant, y el de un crítico literario, Maurice Bardèche. Los dos creyeron de buen gusto distanciarse del libro, del que sólo otean la antecámara. Montherlant: “Ni esprit [...] ni novedad de pensamiento [...] ni vivacidad en la escritura, ni agudezas imprevistas, ni raza, ni singularidades: Flaubert carece de genio hasta un punto que parece poco creíble”. Sin duda alguna, sigue diciendo, puede aprenderse algo de él, pero a condición de que no se le conceda más valor del que tiene y de que se sepa que no está hecho “de la misma pasta que un Racine, un Saint-Simon, un Chateaubriand, un Michelet”.
Bardèche confirma ese veredicto y cuenta la génesis del Flaubert novelista: en septiembre de 1848, con veintisiete años, lee a un pequeño círculo de amigos el manuscrito de La tentación de san Antonio, su “gran prosa romántica”, en la que (sigo citando a Bardèche) “depositó todo su corazón, todas sus ambiciones”, todo su “gran pensamiento”. La condena es unánime, y sus amigos le aconsejan deshacerse de sus “vuelos románticos”, de sus “grandes movimientos líricos”. Flaubert obedece y, tres años después, en septiembre de 1851, emprende Madame Bovary. Lo hace “sin placer”, dice Bardèche, como “un castigo” contra el que “no deja de echar pestes y quejarse” en sus cartas: “Bovary me amodorra, Bovary me aburre, la vulgaridad del tema me da náuseas”, etcétera. Me parece inverosímil que Flaubert haya asfixiado “todo su corazón, todas sus ambiciones” sólo para seguir, de mala gana, la voluntad de sus amigos. No, lo que cuenta Bardèche no es la historia de una autodestrucción. Es la historia de una conversión. Flaubert tiene treinta años, el momento indicado para romper su crisálida lírica. Que luego se queje de que sus personajes son mediocres es el tributo que debe pagar por la pasión en que para él se ha convertido el arte de la novela y su campo de exploración, que es la prosa de la vida.

Milan Kundera, El telón.

TRISTEZA


Cuanto más dulce es la melancolía, más amarga es la tristeza. Hay que combatirlas con absolutamente todos los métodos que existen, utilizando todas la vías y todas las posibilidades. Pues si no tenemos la suficiente fuerza para vencer el cáncer de la tristeza, nos roerá y nos pudrirá antes de tiempo. No tenemos que dejarnos dominar por la invasión de la tristeza. Soportémosla sólo cuando sea poética; cuando se vuelva real y efectiva, ataquémosla con furia. No olvidemos que en este mundo existen puños, gritos, bofetadas, marchas, deportes, mujeres, vulgaridad. Con su ayuda podremos vencer temporalmente la tristeza. Sólo tras experimentar largas tristezas es como nos vemos constreñidos a aprender lo que significa vivir. Y aprendemos a vivir solamente por reacciones. Aprendemos a vivir luchando contra nuestra fatalidad y, durante nuestra lucha, no hacemos sino secar la fuente de nuestras tristezas. Nos bombeamos a nosotros mismos, con la esperanza de que un día podamos estar completamente secos, y comenzar de un modo diferente desde el principio, con una fuente más pura, otras profundidades y otras claridades.

E. M. Cioran, El libro de las quimeras.

CITY

Quien es por lo común viandante de nuestras calles de cada día, habrá notado que mientras las transitamos, mientras pisamos con apurado o lerdo paso sus cerrados dominios, éstas mudan, se transforman, muestran un distinto color que las hace extrañas, según el trajinar del recorrido. Las mutaciones que así obran son varias, acaso imperceptibles, que van desde la curvatura singular de una esquina, hasta la sombra que dejan los cables eléctricos o el resquebrajamiento reciente, en forma de río o de vena, del asfalto. La inocencia en estos casos no tiene cabida. Una vez cruzadas, en cuanto se las circula —a pie o con auto, de ida o de venida—, las calles ya no vuelven a ser las mismas.
Una calle matutina resulta límpida (aunque veamos basurales al interior), pues abre sus veredas de rocío al presuroso calzado de los madrugadores, de las sirvientas con la bolsa del pan, de los empleados públicos. No así la calle vespertina, que permite traslucir la vivacidad del caos, los primeros resoplidos de los transeúntes, la feria discontinua del comercio ambulatorio en su éxtasis mayor. Es aquí donde el panorama aparece turbulento, bullicioso; y aquí donde la vida simula un movimiento imparable, una carrera sin fin hacia un destino acaso irreal, indefinido. Todo se acumula bajo el sol en su mayúscula luminosidad, con la creencia de percibir hasta el aleteo de las moscas, de hallar en la luz natural, en el cielo claro, el verdadero significado de las cosas.
Pero nada es comparable a la calle nocturna, ningún pregón, silbato policial o bocinazo suena igual en el reino de las tinieblas. Aquí, como si de pronto se hubiese implantado un nuevo orden, otra lucidez mucho más vasta aflora con toda crudeza y subjetividad. Cuando el ciudadano con horario fijo ya ha acudido al hogar, esta novedosa dimensión se instala en cada esquina, en cada poste de luz, y, cual hálito hechicero, incita al noctámbulo a cometer los actos menos sospechados. Sean peatones o parroquianos, nadie se salva de aquel influjo, y al correr de las horas, mientras se van cerrando las bodegas, se echan candado a las rejas, bajan con crujiente sonido las puertas metálicas, paulatinamente, de los rincones más abyectos surgen los seres indescifrables que habrán de apoderarse de las calles hasta que amanezca. Y he allí la magia de las sombras que trastoca el mundo, pues sólo durante la noche todas las mujeres son hermosas, y el vino suelta su mejor perfume, y la risa brota con facilidad, y los indigentes hacen de la acera su hogar, y las putas satisfacen con mayor ahínco a sus clientes, y los pirañas danzan al compás del hurto y la rapiña, en ese oscuro universo de los que nunca duermen, de los buscadores de paz en las calles silentes y abandonadas, en estas calles mortecinas que a veces cobran vida por la luminiscencia acariciadora de la luna.

Carlos Rengifo, Textos sueltos.

EL SILLÓN

Me senté en un sillón y seguí fumando. Me hacía falta pensar, pero no me apetecía pensar. Me apetecía sólo estar allí, fumando, contemplando el billar con aquella extraña combinación geométrica que las bolas habían formado en el paño y que yo debía superar. Y la extraña trayectoria que mi bola tenía que describir para alcanzar la bola del adversario me parecía una señal: era evidente, aquella parábola imposible que tenía que conseguir en el billar era la misma parábola que estaba llevando a cabo aquella noche, y así hice una apuesta conmigo mismo, aunque no era exactamente una apuesta, sino más bien un conjuro, un exorcismo, una petición al destino, y pensé: Si lo consigo, Isabel aparecerá, si no lo consigo, no volveré a verla nunca más.

Antonio Tabucchi, Réquiem, 1991 (fragmento).