EL AUTISTA
 Nadie está a salvo del silencio. Por muchas palabras que pretendamos decir, al final éstas no expresan nada. Hablar es constituirse, establecer una presencia. La voz es la campanilla itinerante de un mudo. Creemos ser elocuentes mientras conversamos, cuando lo único que hacemos es acompañar el soplo del viento. ¡Qué mudez más absurda la de una telefonista! Mueve los labios sin gracia dentro de su cabina cerrada. Solo el ruido ilustra los grandes acontecimientos. Si alguien en verdad tiene algo que decir, que suelte la primera frase. Aprendemos a balbucir las sílabas una por una, a pronunciar el vocablo inicial —mamá— para luego ir hilvanando términos y oraciones, inauguración de las cuerdas vocales. Pero todo tiene su corolario. Existe el peligro que, de tanto charlar, se ingrese si más en el mutismo. Por consiguiente, no habría otra salida que convertirse en el muñeco maniatado por el ventrílocuo. Un gorrión es el simple eco de las ramas de un árbol.
Nadie está a salvo del silencio. Por muchas palabras que pretendamos decir, al final éstas no expresan nada. Hablar es constituirse, establecer una presencia. La voz es la campanilla itinerante de un mudo. Creemos ser elocuentes mientras conversamos, cuando lo único que hacemos es acompañar el soplo del viento. ¡Qué mudez más absurda la de una telefonista! Mueve los labios sin gracia dentro de su cabina cerrada. Solo el ruido ilustra los grandes acontecimientos. Si alguien en verdad tiene algo que decir, que suelte la primera frase. Aprendemos a balbucir las sílabas una por una, a pronunciar el vocablo inicial —mamá— para luego ir hilvanando términos y oraciones, inauguración de las cuerdas vocales. Pero todo tiene su corolario. Existe el peligro que, de tanto charlar, se ingrese si más en el mutismo. Por consiguiente, no habría otra salida que convertirse en el muñeco maniatado por el ventrílocuo. Un gorrión es el simple eco de las ramas de un árbol.El espacio donde habito carece de luz. Mis ojos ya se acostumbraron a las tinieblas. Las horas aquí ni siquiera son horas; apenas secuencias de un canturreo inútil. ¿Desde cuándo respiro esto? Los de afuera ríen, conversan, van de un lado a otro. Yo no quiero moverme, no deseo hablar. El tacto se ha vuelto mi mejor aliado. A cada momento voy descubriendo este universo oscuro. ¿Saldré alguna vez? Hay señales de vida en los rincones, aromas que se prestan a la corrupción. De cuando en cuando un golpecito en la frente. Después de todo, los de afuera aún no se han olvidado de mí. Pronto lo harán. El recuerdo de una oruga resulta un lujo para los que corren detrás de las mariposas. Pero correr así es imbécil, un juego de idiotas. Los trastos que se echan al olvido, son tal vez los que algún día nos salvarán.
Eso habría que advertírselo a todos ellos, aunque quizás ya sea demasiado tarde. La estupidez humana taladra los sentidos meticulosamente. Y así como se desechan los softwares caducos, así también nos excluirán por obsoletos. Tantas horas boquiabiertos ante los rayos de un monitor bastan para desaparecer. El pulso del mouse será tal vez el único acto digno del ejercicio psicomotriz. De esta manera, ¿quién nos asegura que no terminaremos acéfalos? Vemos el mundo a través de pantallas que aturden la visión, y sin embargo nos conformamos con esas imágenes cambiantes, con esas líneas movedizas. Habría que protestar, sentir cómo los nudillos se enrojecen luego de golpear contra las mesas. Pero no; el sedentarismo avanza frente a cualquier pronóstico. La ciudad de los paralíticos se avecina. ¿Tendríamos que prepararnos? A mí ya no me toca decidir, ahora que permanezco sumido en la oscuridad. Yo, que soy acaso el primero en morder el polvo, no tengo más que esperar la tierra de la redención.
Sería bueno deslizarme, cambiar de postura. Algunos de mis movimientos solo consisten en masticar y latir. Soy como el mono del que hablaba Ortega y Gasset. Podría dar vueltas y vueltas hasta quedarme dormido. Por lo demás, no hago otra cosa que recibir mi ración de aire todos los días. Cuando se cierren los conductos, habré de arañar las paredes. ¿Cuánto duraré? El tiempo es lo de menos estando en esta negrura. Cada uno tiene dibujado en la frente su propio destino. Si estoy aquí es porque mi naturaleza cumple su función a cabalidad, igual que la planta que se inclina por donde mejor le cae el sol. Son muy pocos tal vez los que comprendan esto, pero el cautiverio vale tanto, o más, que el confort de seguir transitando por las calles. Los de afuera no saben cuán tranquilo se está lejos de los horrores diurnos. La insensatez es el paraíso de los despojados.
Carlos Rengifo, Textos sueltos.




 Recorrer una rayuela implica
Recorrer una rayuela implica Convenía tener limpia la casa, levantarse temprano, no llegar pasadas las diez de la noche. El cuarto en el que habitaban era pequeño, pero entraba la luz lo suficiente como para verse las caras. Ella se adelantaba con las tazas de té y servía; la abuela la dejaba hacer observándola desde un rincón. Aplastada en la cama, simplemente dirigía los movimientos. Que se hiciera la loca, no era problema de nadie. Al fin y al cabo estaba en su derecho. Las manos frágiles que alguna vez le sirvieron para lavar ropa y manipular ollas ajenas, ahora tenían otro propósito: acopiar mercancía. Y solía hacerlo todos los viernes por la mañana, apenas abría los ojos, sorbiendo el té caliente que ella le alcanzaba. «Esto se lo llevas al Manotas», dijo, una vez armado el paquete con los envoltorios que ocultaba debajo del colchón. «Será por la tarde porque ahorita me voy con la China a la playa», dijo ella. «¡No me jodas!», estalló la abuela. «Primero haz el mandado y después te puedes ir a la mierda si quieres». «Pero tú me dijiste...», se quejó ella. «¡Nada! Necesito ese billete al toque —la abuela escupió hacia un costado—. Ni que te fueras a la punta del cerro, carajo».
Convenía tener limpia la casa, levantarse temprano, no llegar pasadas las diez de la noche. El cuarto en el que habitaban era pequeño, pero entraba la luz lo suficiente como para verse las caras. Ella se adelantaba con las tazas de té y servía; la abuela la dejaba hacer observándola desde un rincón. Aplastada en la cama, simplemente dirigía los movimientos. Que se hiciera la loca, no era problema de nadie. Al fin y al cabo estaba en su derecho. Las manos frágiles que alguna vez le sirvieron para lavar ropa y manipular ollas ajenas, ahora tenían otro propósito: acopiar mercancía. Y solía hacerlo todos los viernes por la mañana, apenas abría los ojos, sorbiendo el té caliente que ella le alcanzaba. «Esto se lo llevas al Manotas», dijo, una vez armado el paquete con los envoltorios que ocultaba debajo del colchón. «Será por la tarde porque ahorita me voy con la China a la playa», dijo ella. «¡No me jodas!», estalló la abuela. «Primero haz el mandado y después te puedes ir a la mierda si quieres». «Pero tú me dijiste...», se quejó ella. «¡Nada! Necesito ese billete al toque —la abuela escupió hacia un costado—. Ni que te fueras a la punta del cerro, carajo».
 Vivir en esta sociedad significa, con suerte, morir de aburrimiento; nada concierne a las mujeres; pero, a las dotadas de una mente cívica, de sentido de la responsabilidad y de la búsqueda de emociones, les queda una —sólo una única— posibilidad: destruir el gobierno, eliminar el sistema monetario, instaurar la automatización total y destruir al sexo masculino.
Vivir en esta sociedad significa, con suerte, morir de aburrimiento; nada concierne a las mujeres; pero, a las dotadas de una mente cívica, de sentido de la responsabilidad y de la búsqueda de emociones, les queda una —sólo una única— posibilidad: destruir el gobierno, eliminar el sistema monetario, instaurar la automatización total y destruir al sexo masculino.

 La tejedora espera a su amante en los aposentos privados, sus dedos hilan una mortaja de seda para el viejo Laertes, quien avista ya el umbral del cementerio. Puntada tras puntada, ella no urge a su labor —ni falta que le hace—, sumida en la reminiscencia de una armadura guerrera que la sedujo hasta el hechizo y la colmó de ensoñación. Entre sábanas y cortinajes, el tiempo se dilata, agoniza en el reloj de arena; pero el amante no llega, no asoma siquiera la luz de su espada, y con las sombras nocturnales que ya reptan desde el jardín los muros de la fortaleza —cegando a los centinelas, a los custodios miradores—, la tejedora, defraudada, deshace su lienzo bordado durante el día.
La tejedora espera a su amante en los aposentos privados, sus dedos hilan una mortaja de seda para el viejo Laertes, quien avista ya el umbral del cementerio. Puntada tras puntada, ella no urge a su labor —ni falta que le hace—, sumida en la reminiscencia de una armadura guerrera que la sedujo hasta el hechizo y la colmó de ensoñación. Entre sábanas y cortinajes, el tiempo se dilata, agoniza en el reloj de arena; pero el amante no llega, no asoma siquiera la luz de su espada, y con las sombras nocturnales que ya reptan desde el jardín los muros de la fortaleza —cegando a los centinelas, a los custodios miradores—, la tejedora, defraudada, deshace su lienzo bordado durante el día.
 Haber escrito algo que te deja como un fusil disparado, todavía sacudido y requemado, vaciado de ti mismo, donde no solo has descargado todo lo que sabes de ti mismo, sino también lo que sospechas y supones, y los sobresaltos, los fantasmas, lo inconsciente —haberlo hecho con larga fatiga y tensión, con cautela de días y temblores y repentinos descubrimientos y el entumecimiento de toda la vida en aquel punto; darse cuenta de que todo esto es como si nada, si una señal humana, una palabra, una presencia no lo acoge —lo calienta— y morir de frío —hablar en el desierto— ser solo noche y día como un muerto.
Haber escrito algo que te deja como un fusil disparado, todavía sacudido y requemado, vaciado de ti mismo, donde no solo has descargado todo lo que sabes de ti mismo, sino también lo que sospechas y supones, y los sobresaltos, los fantasmas, lo inconsciente —haberlo hecho con larga fatiga y tensión, con cautela de días y temblores y repentinos descubrimientos y el entumecimiento de toda la vida en aquel punto; darse cuenta de que todo esto es como si nada, si una señal humana, una palabra, una presencia no lo acoge —lo calienta— y morir de frío —hablar en el desierto— ser solo noche y día como un muerto.
 La ceniza, dicen que es la ceniza del brasero, pero no es la ceniza, es mi novia, la ceniza de mi novia, la ceniza es mi novia que tengo aquí guardada en esta cajita de color crepúsculo de otoño, porque yo quemé a mi novia salvándola de las ratas y los gusanos, salvándola de la descomposición de los cuerpos enterrados, porque nacer y morir son dos palabras, pero enterrar a las personas es algo muy sádico, y ella tenía miedo de ser enterrada y yo la quemé antes de morir porque el cáncer la hacía sufrir mucho y le di un largo beso que no le sirvió para nada y muchas pastillas que la durmieron y cuando estaba dormida la rocié bien con gasolina y le prendí fuego y su llama era azul, intensamente azul, más azul que todos los poemas de mi amigo, más azul que todos los cielos del mundo, y cuando llegaron los hombres y las leyes y la civilización; cuando llegaron los hombres del «esto se hace y esto no se hace» me encontraron recogiendo la ceniza que besaba gota a gota hasta llenar con ella la cajita, esta cajita donde canta la ceniza de mi novia como la alondra que cantaba en los lejanos campos de mi infancia.
La ceniza, dicen que es la ceniza del brasero, pero no es la ceniza, es mi novia, la ceniza de mi novia, la ceniza es mi novia que tengo aquí guardada en esta cajita de color crepúsculo de otoño, porque yo quemé a mi novia salvándola de las ratas y los gusanos, salvándola de la descomposición de los cuerpos enterrados, porque nacer y morir son dos palabras, pero enterrar a las personas es algo muy sádico, y ella tenía miedo de ser enterrada y yo la quemé antes de morir porque el cáncer la hacía sufrir mucho y le di un largo beso que no le sirvió para nada y muchas pastillas que la durmieron y cuando estaba dormida la rocié bien con gasolina y le prendí fuego y su llama era azul, intensamente azul, más azul que todos los poemas de mi amigo, más azul que todos los cielos del mundo, y cuando llegaron los hombres y las leyes y la civilización; cuando llegaron los hombres del «esto se hace y esto no se hace» me encontraron recogiendo la ceniza que besaba gota a gota hasta llenar con ella la cajita, esta cajita donde canta la ceniza de mi novia como la alondra que cantaba en los lejanos campos de mi infancia. Cuando cruzaba el Pasamayo
Cuando cruzaba el Pasamayo