Friday, November 17, 2006

VIRGINIDAD

Al cabo de seis meses de estar en la capital, un ómnibus la trajo de regreso a su tierra. En el terminal, ella llamó por teléfono a su padre. Tenía muy pendiente la severa advertencia que éste le hizo antes de que viajara, por eso le tembló la voz cuando lo escuchó al otro lado de la línea. «Soy yo», dijo. «Acabo de llegar. He venido con una amiga que quiere hospedarse con nosotros. Metió la pata, sí, está embarazada, tiene miedo de verse con sus padres. ¿La puedo llevar? ¿No? Ah, no quieres chicas de ésas en tu casa. Bueno. ¿Yo? Sí, estoy bien. En un rato tomo un taxi y voy para allá». Colgó, se dirigió acariciando su abultado vientre hacia el baño y, en una viga de las literas, se ahorcó.

Carlos Rengifo, Antología de la minificción latinoamericana.

POST SCRIPTUM

Ya con el cañón de la pistola en la boca, apoyado contra el paladar, entre un aceitoso y frío sabor de acero pavonado, sentí la náusea incoercible que me producen todas las frases hechas. «A nadie...»
No temas. No voy a poner aquí tu nombre, tú a quien debo la muerte. La muerte melancólica que me diste hace un año y que yo aplacé lúcidamente para no morir como un loco. ¿Te acuerdas? Me dejaste solo. Boxeador noqueado en su esquina, con la cabeza metida en un cubo de hielo.
Es cierto. Bajo el golpe me sentí desfigurado, confuso, indefinible. Y todavía me veo caminar falsamente, cruzando la calle con el cigarro apagado en la boca, hasta el poste de enfrente.
Llegué a mi casa borracho, volviendo el estómago. De bruces en el lavabo, levanté la cabeza y me vi en el espejo. Tenía una cara de Greco. De bobo de Toledo. Y no quise morirme con ella. Destruyendo esa máscara se me fue todo un año. He recuperado mis facciones, una por una, posando para el cincel de la muerte.
Hay condenados que se salvan en capilla. Yo parezco uno de ésos. Pero no voy a escapar. Disfruto el aplazamiento con los rigores de estilo. Y aquí estoy, todavía vivo, bloqueado por una frase: «no se culpe a nadie...»

Juan José Arreola, Cantos de mal dolor.

LA CAÍDA

Un mismo sueño lo había perseguido durante toda su vida. En realidad eran distintos sueños, pero compartían el mismo final absurdo: siempre terminaba subiendo, desquiciadamente, las escaleras de un viejo edificio hasta ganar la enorme azotea. Llegaba hasta el borde y desde allí contemplaba la ciudad. Sentía el viento acariciando su rostro. Luego fijaba sus ojos hacia abajo y veía, empequeñecidos, a los automóviles y transeúntes que se desplazaban incesantes. El vértigo que le propiciaba imaginarse cayendo lentamente como una hoja de papel lo envolvía de una extraña e infinita embriaguez.
En su niñez se soñaba jugando en el patio de un edificio. En su adolescencia se soñaba leyendo en el balcón de un vetusto hotel. Otras veces, en su juventud, se soñaba retozando con una mujer en un alicaído hostal. Y en lo mejor de los sueños, súbitamente, emprendía la enloquecida carrera hacia la azotea. Ahora se encontraba soñando nuevamente. Había llegado una vez más a la azotea de siempre. Ya estaba en el borde otra vez. Volvió a contemplar la ciudad completa. Volvió a sentir el viento nocturno acariciando su rostro. Fue testigo otra vez del movimiento incesante de los automóviles y los transeúntes. Y volvió a sentir el goce extremo propiciado por el vértigo de sentirse caer irremediablemente. Fue entonces que se entregó al vacío. En una fracción de segundo gozó de un sueño feliz dentro de su propio sueño. Sintió una intensa sensación desconocida por siempre. Luego vino el impacto previsible. Y las luces de la ciudad soñada se apagaron para siempre. Despertó.
La noche siguiente el hombre intentó soñar de manera infructuosa. Deseaba sentir la misma sensación experimentada en el sueño. Anhelaba repetir esa caída una y otra vez. Nunca más volvió a soñar. Pero volvió a sentir la embriaguez conocida en el sueño el día de su muerte. Fue una noche fría. El hombre se dejó caer desde un edifico de su ciudad que, aquella vez, no era soñada por nadie.

Fernando Carrasco Núñez, Los sueños y la muerte.

CAFICHO

Esta no es una historia trágica ni feliz, la que se llevó al «Macho», el hombrecillo que de alcanzador de agua de un próspero burdel, se convirtió en empresario de la mano de una meretriz, a quien antes desposó, una mujer de piel blanca y ojos exageradamente claros.
Fundó un semiprostíbulo y luego un prostíbulo en los extramuros, donde recibía a los parroquianos con una cordialidad inusitada.
—¡Pasen, están en su casa! —decía con una absolución irónica y circense, como cuando se atrevía a dilucidar el arte lúbrico y carnal del fornicio con el arte sensorial que causaba la arquitectura de algunas ciudades por donde su vida de caficho empedernido lo había arrastrado.
Cuestionaba los armatostes que por escultura adornaban las plazuelas mientras sorbía los vasos de cerveza que sus clientes le brindaban, y miraba de cuando en vez el techo de cielo negro de ese antro a veces iluminado por unas chispas de estrella intermitente.
Pero la muerte de «Macho» se tornaba trágica y feliz por un momento; pasada la tempestad del llanto, no era ni lo uno ni lo otro. La vida continuaba, las putas seguían fornicando en ese harén clamoroso, pero la sombra inaudita de su recuerdo parecía hundirse y aflorar en esa vorágine de cuartos con olor a semen, entre jadeos y risotadas exageradas.
A veces, era sorprendido mirando el telediario con mucha atención a través de un televisor blanco y negro ubicado en el pequeño bar, mientras en los pasillos otro de mayor dimensión y a colores emitía las más duras e inenarrables escenas de pornografía. Ese contraste inquietaba con frecuencia a los lascivos asistentes.
Con ironía, los jueves, sentado en un vetusto diván de terciopelo oscuro, decía tratarse de la noche cultural, en tanto daba indicaciones que apagaran la luz «para que no se vieran las palabras» de quienes vociferaban aturdidos mientras amasaban unas nalgas relucientes.
Entrada la medianoche, aquel fornicio se colmaba de personajes indescriptibles.
Destacaban, entre esa variada caterva: pintores, poetas y músicos…
Al mando de Panchito, un frustrado estudiante del conservatorio, con los huaynocumbias de moda que emitía las cuerdas de su vieja arpa, hacía zapatear a las prostitutas con sus ocasionales maridos, iniciando así el «salón» que se prolongaba hasta rayar el alba.
Sólo «Macho», aquel hombrecillo de aspecto melancólico y actitudes extrañas, jubiloso, permitía que la fiesta prostibularia tuviera matices de lo nuestro. Aquél permitía también que poetas, músicos y meretrices desnudos leyeran poesía a viva voz, como antesala de una soberana cópula.

Teófilo Villacorta Cahuide, Bragas rojas.

LA HISTORIA

Había decidido pasar a la historia. No podía evitarlo. Después de leer las hazañas de César, las victorias de Napoleón y la promesa trágica de Churchill no tenía opción; la historia me esperaba. Pero, ¿por dónde empezaría? Las ideas bullían en mi cabeza, no tenía algo seguro; y si en algún momento me detenía en abrazar un proyecto, luego lo desechaba: no me sentía capaz. Salí a caminar. En el trayecto me encontré con un amigo. Le hablé de mi obsesión. «Nuestra vida moderna ofrece poco por hacer —me dijo—, las guerras ya no son bien vistas y con el uso de la tecnología se ha eliminado el heroísmo», y concluyó por decirme: «Puedes volverte futbolista, eso es algo que a la gente le gusta ahora». No quedé conforme con su consejo. Era delgado y, además, no tenía habilidad para patear la pelota. Deambulando, encontré sentada en la Plaza Italia a la señora Arnalda, maestra jubilada de sesenta años, quien me inspiraba confianza. La saludé y me senté a su lado. Me escuchó, con las manos quietas y mirándome fijamente. Al final, con su voz de profeta, me dijo: «Lo que puedes hacer es aprender el idioma francés y estudiar para peluquero. Eso da mucho dinero en París. Te vuelves estilista internacional. Y eso no es sólo trabajo de mujeres, también los hombres lo hacen», y agitando su mano frente a mí, señalándome con su dedo índice, agregó: «Hazlo; yo sé que eres un hombre inteligente y que me vas a hacer caso». «Gracias, gracias», le dije, y me alejé presuroso. Esa idea, más que alentarme, me amargaba. «¡Vieja idiota!. Después de leer la campaña de César, las victorias de Napoleón y la promesa trágica de Churchill, ¿ir a terminar cortando pelo a la “hight life” de la sociedad moderna? ¡Loca, vieja loca! Quiere convertirme en amanerado. Ese trabajo es para maricones, no para hombres».
Seguí caminando...

Jack James Flores, Relatos Inolvidables (fragmento).

Friday, November 03, 2006

LA MUJER DE MI AMIGO

Tengo un amigo al que siempre veía con cierto aire de libertad, disfrutando alegremente de las horas sueltas que le brindaba la compañía de los contertulios y el sabor irremplazable de un buen vaso de cerveza. Con él coincidíamos en lugares específicos y frecuentábamos amistades comunes, y a pesar de que este compañero estimable solía decir que estaba casado, nadie le creía, pues a cada sitio que iba aparecía solo, y sus actitudes y apariencia no delataban su condición de esposo, menos aún, de padre de familia. Fue tal la incredulidad en quienes lo conocíamos que, incluso, en alguna ocasión una chica-florero que adornaba la mesa (de las tantas que satelizan en el círculo letrado) soltó la teoría de una probable invención hecha por él para congraciarse con el bando femenino, ya que nadie allí, en su sano juicio, iba a admitir que estaba casado, teniendo ante sí la posibilidad de tocar los pétalos de estas lindas chicas-florero. Pero era cierto, aunque hubo de pasar mucho tiempo para comprobarlo.
La mujer de mi amigo era todo un misterio, un fantasma ocasional, alguien que se colaba en el ínterin de las conversaciones como una existencia ajena, como una pequeña diosa que digitaba en la sombra. De ella no se sabía nada concreto, no tenía faz alguna, era un personaje inventado a la deriva que respiraba en la ausencia. Durante una temporada, ilusamente, me devané el seso tratando de dar con ella, de husmear en su posible origen; pero todo fue en vano. La dichosa aludida jamás mostraba señales de vida, por lo que la incógnita fue creciendo a medida que la curiosidad ganaba terreno. ¿Quién era esta mujer que otorgaba libertades al marido para que se divirtiera solo y a sus anchas? Sin saberlo, de pronto me vi envuelto en pesquisas para averiguar su paradero, pues la tarea por develar el misterio se me impuso como una necesidad impostergable.
Cuántas tardes maquinando el sesgo del posible hallazgo, cual Colón a orillas de la isla descubierta, mientras los datos acumulados en mi mente iban armando a la susodicha en una muñeca de vodevil. Con qué minucia y lentitud representaba la escena del besamanos en el castillo de mi imaginación. Cada avance, cada paso que daba para tocar la verdad de la fémina evocada, enardecía la expectativa del inminente encuentro. Y éste llegó finalmente un inesperado día, como ocurren las cosas más apreciables: una mañana, no sé por qué circunstancia, mi amigo me invitó a su casa y entonces la conocí. Recuerdo que cuando me la presentó, pensé de inmediato «sí existe», y disfruté del privilegio de verla por primera vez.
Tanto la había imaginado, que tenerla frente a mí quebraba mis suposiciones para integrarlas a las facciones de la realidad. Una vez redescubierta, el trato se dio desde el principio con esa distancia natural que ocurre entre los amigos del marido y la esposa, sin nada particular que perturbara dicha relación casi diplomática. Y aun ahora, transcurridos algunos años, puedo afirmar que sigue siendo la extraña de la que se dudaba su existencia, a pesar de habérmela encontrado una que otra vez en el umbral de las correrías hogareñas. Por eso, agradezco de buena gana a Platón, que supo poner el emplasto en el momento oportuno, dejando que las redes permanezcan atadas al depósito de hielo, y es que no podía ser de otra manera, desde que guardar las formas ha salvado muchas vidas y evitado desgracias, aunque la mente traviesa continúe fantaseando de vez en cuando en el limbo del fuego perpetuo.

Carlos Rengifo, Textos sueltos.

Thursday, November 02, 2006

UNA ESPADA EN LA MANO

Tensión a toda hora. La cuestión de siempre: destrucción o creación, sí y no. Me repito la frase aquella que leí hace mucho: «El único remedio contra la locura es la inocencia de los hechos». Felizmente no ha muerto el humor y no deja de divertirme mi vida cotidiana en la que mi torpeza actúa y transforma todo en un viejo film de Chaplin. Así es como me resistí durante muchos meses a lavarme la ropa (me compraba cosas nuevas), lo que impidió suicidarme porque, ¿qué poeta se dejaría manosear sus valijas de muerto si hay en ellas ropa no lavada?
De pronto me di cuenta de lo que es la poesía, quiero decir, leyendo y releyendo poetas muy distintos, sentí cierto ritmo, cierta iluminación, cierta vivencia distinta del lenguaje. Mis últimos poemas son lo mejor que hice (¡Y qué hice!). Pero no me contentan. Confieso tener miedo. Sé que soy poeta y que haré poemas verdaderos, importantes, insustituibles; me preparo, me dirijo, me consumo y me destruyo. Es mi fin. Y, no obstante, corro peligro. Tal vez si me encerraran y me torturaran y me obligaran mediante horribles suplicios a escribir dos poemas maravillosos por día, los haría. Estoy segura de ello. Tal vez yo no busco un maestro, busco un verdugo...
Sin saber cómo ni cuándo, he aquí que me analizo. Esa necesidad de abrirse y ver. Presentar con palabras. Las palabras como conductoras, como bisturíes. Tan sólo con las palabras. ¿Es esto posible? Usar el lenguaje para que diga lo que impide vivir. Conferir a las palabras la función principal. Ellas abren, ellas presentan. Lo que no diga será examinado. El silencio es la piel, el silencio cubre y cobija la enfermedad. Aún saber que no hay solución me intranquiliza como si la hubiera. No eres tú la culpable de que tu poema hable de lo que no es. Si habla de lo que no es, quiere decir que no vino en vez de venir. Pero ¿por qué hablo con verbos activos como si me hubiera pasado la noche con una espada en la mano?
Mi soledad maúlla. La tapo con promesas vagas. El horror de habitarme, de ser —qué extraño— mi huésped, mi pasajera, mi lugar de exilio. Heme aquí llegada a los 30 años y nada sé aún de la existencia. Lo infantil tiende a morir ahora pero no por ello entro en la adultez definitiva. El miedo es demasiado fuerte sin duda. Quiero morir. Tengo miedo de entrar al pasado. Pienso en alguna mujer de mi edad de hace un siglo. ¿Qué hacía cuando estaba angustiada? ¿Qué?

Alejandra Pizarnik, Cartas y diario (Collages).

Wednesday, November 01, 2006

LA REVOLUCIÓN

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa. Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.
Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.
Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa o mejor dicho su situación central e inmutable.
Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.
La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.
Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedó más que la incomodidad. Así que me puse la cama aquí y el armario en medio.
Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.
Pero al cabo de cierto tiempo. Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecer algo nuevo y extraordinario.
Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer la revolución.
Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.
Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no solo no llegué a acostumbrarme al cambio, es decir, el cambio seguía siendo un cambio, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.
De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me senté en la cama.
Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.
Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.

Slawomir Mrozek, Obras maestras.

PENSANDO SOBRE UN PAPEL

Así he titulado este texto, porque todo lo que pienso lo escribo de inmediato, total, cada quien tiene su peculiar estilo de pensar y así como existen personas que piensan en voz alta, decidí poner en práctica mi nuevo estilo, al menos el impulso lo sentí hoy y como soy una persona que fielmente hace caso a todos sus impulsos... aquí me tienen escribiendo.
Es de madrugada y aún no tengo sueño. Todos duermen y para mí dormir es una forma pasajera de morir... morir por unas horas, ¡pero morir! No entiendo aún cómo la gente opta por dormir tanto, cuando en realidad la vida es tan corta. Quizás deberían acostumbrar a su cuerpo para que recupere energías con pocas horas de sueño… unas cuatro podrían ser, nada más… ¿no dicen que el hombre es un animal de costumbres? Aunque no niego que sea agradable dormir. Tal vez dormiría más si se pudiesen programar los sueños, es decir, soñar en esa noche lo que uno desea vivir en sueños. Eso sería lo único que aceptaría programar en mi vida: mis sueños... ¡realmente sería fantástico!
En sueños se pueden vivir situaciones inverosímiles, como me ha ocurrido en algunas ocasiones, al soñar que puedo caminar sobre las aguas del mar, conversar por telepatía y sin necesidad de hablar, volar libremente por los cielos, ver y viajar en ovnis, sobrevivir a maremotos y cataclismos, ser prisionera en un campo de concentración, ver cadáveres esparcidos a mi alrededor luego de combatir en una cruenta batalla, en fin, sueños a los que considero de acción. Pero también he tenido sueños tristes, como presenciar la muerte de un ser querido y hasta mi propia muerte, sueños a los que catalogo como pesadillas.
Sin embargo, luego de soñar siempre me pregunto si habré vivido alguna vez aquello que soñé, ya que al despertar me queda una sensación tan real, como si lo hubiese vivido de verdad y más aún lo pienso, porque en sueños soy una experta nadadora y en todos los estilos, cuando en realidad ni siquiera sé flotar y... creo que por esta noche basta de pensar sobre un papel, además ya tengo sueño y se agotó mi inspiración.

Ynés de la Puente, Skorpiona... Palabras sin censura.

EXPRESIÓN DEL BUEY

Ellos habitaban en una misma choza, junto al río, solos, y pobres. «¿Han visto?», se decía la gente. Tal vez porque en este lugar era extraño ver a un viejo enclenque junto a una muchacha tan bonita. «¿Quiénes serán?», se preguntaban.
Pero a ellos qué les importaba, si no se metían con nadie, ni le pedían nada a nadie.
Por eso me di cuenta enseguida: eran pobres pero orgullosos. Después esto lo comprendí mejor.
El viejo, eso sí, era un gran borracho, oblicuo, como un árbol viejo, como el diablo. En cambio ella, muy tímida, de cabellos largos. Ella no sólo era una muchacha junto a un viejo, sino que era algo más, como la luna.
Fue un poco por eso que me propuse espiarlos. Me acercaba a la choza ya de noche, así era más difícil que pudiesen verme, en la oscuridad. Hasta que, a la semana de andar rondando la choza, cuando ya empezaba a llover, escuché un ruido en el potrero.
¿Qué decían, acaso eran ellos?...
—¿Adónde vas? —le preguntó el viejo.
—Un rato al puente —contestó la muchacha.
—¿Para qué?
La muchacha se quedó en silencio.
—Siempre vas al puente —bostezó el viejo.
—Sólo los viernes —dijo ella.
No escuché más, porque me entró miedo y decidí volver a mi choza y no contar a nadie de esto. «Es mejor que guarde estos recuerdos en mi alforja, no vaya a ser que la gente venga a gritarme, só viejo, só bruto, só animal...»
Porque sólo soy un pobre rumiante que pertenezco a ellos.
Me alimentan, me agarraron mientras pisaba en chacra ajena.

Armando Arteaga, Literatura fantástica.